lunes, julio 08, 2024

sábado, junio 15, 2024

BARRUNTO DEL NUEVO SIGLO

Cusco, febrero de 2000, escribiendo Barrunto.

Preciso momento que estoy escribiendo Barrunto, en febrero de 2000, en Cusco, en la casa de Mayra. Había llegado el 2 de enero con la noticia de la muerte de Sandro Baylón. Ya el rencor y la tragedia la traía de unos días atrás, con la vuelta olímpica de la U en Matute, en el 99. El partido se había suspendido por falta de garantías. La primera final perdimos tres a cero en el Nacional. Yo ese año, 99, trabajaba como redactor de la revista Gente, ya estaba contratado. Me pagaban casi nada, pero había cantidades de canje. Si quería tomarme un trago o llegar alguna botella a la universidad, iba a la oficina administrativa, firmaba un vale y me daban tres litros de ron Cancún 2000. Si necesitaba un taxi, había publicidad de Tatataxi. Si quería comer un chifa, Walok corazón. Y para irme a Cusco saqué un canje de ida. 
A Mayra la conocí en Puno, en el 98, en el primer congreso de estudiantes al que fui. Ahí comencé mi carrera como dirigente universitario, lo cual me llevó a instancias latinoamericanas donde me sentía Manuel Burga, el expresidente de la Federación de Fútbol, porque paraba viajando, ya no iba a clases. Entre la chamba en la revista Gente y los viajes al extranjero, mi tiempo estaba ocupado. En Bogotá compré mi primer libro de Andrés Caicedo, se titulaba 'El atravesado'. Y dos años antes, buscando mi propia voz en la escritura, escuché al escritor Oswaldo Reinoso en la U de Lima. Lo escuché cómo leía uno de los cuentos de Los Inocentes. Grabé esa presentación y se convirtió en mi rezo diario. Aprendí a leer con un cassette.
Con esas dos herramientas estaba construyendo el cuento Barrunto en el 99. Mayra me invitó a su casa, que podía quedarme todo el tiempo que quisiera. Su tío abuelo fue muy conocido en Cusco. Fue el poeta de Cusco, amigo de Neruda, de los grandes. Su abuelo también era artista, y yo que me alucinaba artista, le caí bien. 
En el congreso de Puno, le dije a Mayra para no entrar a las conferencias e irnos por el lago. Alquilamos una lancha y nos pasearon hasta el cerrito de Wajsapata. Ella me dijo que quienes iban ahí y sellaban su amor, jamás se separarían. Yo le creí. Pero ahora que busco en google en cerrito, creo que a ese no llegamos, más bien estuvimos en una peña sin nombre. Igual, yo le juré amor y respeto. Entonces al volver, comenzamos un tórrido romance por carta. A diario iba a Serpost y le mandaba páginas a puño y letra. Le revelaba fotos y ella me mandaba igual, fotos y mucho texto. Nos jurábamos volvernos a ver. Mayra vino a Lima a celebrar mi cumpleaños y me invitó a su casa. Además que tenía un contacto que me podía colocar en La República de El Gran Sur. 
Cuando llegué a Cusco ese año 2000, mi maleta tenía el cassette con la voz de Reinoso, el libro de Caicedo y la noticia de la muerte de Sandro Baylón. Justo sus últimos minutos en el fútbol fueron mientras se iba expulsado, caminando hacia la oriente con sur. 
En El Gran Sur me aceptaron como redactor practicante y me mandaron a hacer policiales. Una vez a la semana, iba a la Séptima Región y me permitían leer un cuaderno al que le llamaban 'Ocurrencias'.
Ese cuaderno, escrito a mano casi ilegible, también se convirtió en un libro para mí, en una herramienta de consumo creativo. Los fines de semana se registraban desde peleas hasta asesinatos, pasando por violaciones y robo con objeto punzo cortante. Todo eso me fue alimentando literariamente, mientras en la casa de Mayra, su mamá me prestó una máquina de escribir. Y me dediqué a eso, a escribir y escribir, inventar, arriesgar. 
Por la noche, con Mayra íbamos a tomar té piteado y luego al Mama África. Ella quería ir al Muki, pero por consentir mi huachafería, nos quedábamos un rato escuchando música electrónica y tomando Macchu Picchus. 
Un día, por la noche, Mayra vio a lo lejos a Paukar, un locaso de la universidad de Cusco, también con aspiraciones literarias como yo, entonces nos hicimos patas. Me invitó a vagar por la ciudad con sus amigos sutancia y mostaza. Luego me llevó donde un pintor, en una casa paracultural, el Edwin. Y el Paukar me enseñó su libro de Nietsche y leyó las primeras páginas. Yo seguía sumando en mi bolsa de imaginación llamada Barrunto.
Iba por la plaza de Armas de Cusco cuando me crucé con Pelusso. Mi profesor en la universidad, un laico italiano que nos hizo leer a Vallejo y Valdelomar. Ahí encontré mi camino de vida. Sentí que la palabra escrita era mi futuro. Aunque no tenía aún recursos para escribir, podía hacer notar que tenía algo que llamaba la atención. Por eso cuando Pelusso, que organizaba los juegos florales, me sugirió que concursara. Quedé tercero y eso me dio más luz. Por ahí es, pensaba. Y luego apareció un congreso nacional de literatura en la U de Lima, donde encontré a Reinoso. Además, me compré un libro de Javier Heraud, poesía completa, y me di cuenta que no era el terruco que dijo la profesora en mi colegio cuando estaba en la primaria. Sino que era un fino artista de la palabra. Eso quería hacer. Pelusso se alegró de verme en Cusco y le mostré mi cuento Barrunto que estaba escribiendo, se lo leí en voz alta como me lo enseñó Reinoso. Me pidió que lo llamara cuando vuelva a Lima, para presentar mi libro. 

Con los viajes como dirigente universitario, representando a mi universidad y al país, tuve que crear mi cuenta Latinmail. Para contactarme con la asamblea. Y le pedí a Mayra que se creara una cuenta también. Recuerdo que una de sus últimas cartas dijo: "no me gusta esto de escribirte por mail, no hay feeling". 
La era digital fue enfriando nuestra relación epistolar. Lo digital nos fue alejando. 
Cuando volví a Lima de ese verano en Cusco, regresé con las hojas tipeadas de Barrunto. Eran casi treinta páginas. Desde ese momento han pasado cinco ediciones en 24 años y no se le ha cambiado ni una coma. 
El libro Barrunto salió el año 2001, con el campeonato del bicentenario del Alianza Lima. Ese año, en la presentación donde Pelusso me apadrinó, conocí a la china y me enamoré una vez más.
Justo ese año, el congreso nacional de estudiantes era en Cusco. Fui con la china de la mano y mi libro Barrunto. Mayra me vio a lo lejos, sus amigas me vieron y sus hermanos me bajaron el dedo. Menos mal que no me vio su mamá, porque me hubiese volado la cabeza, ni siquiera podría haberle dicho que la había incluído en la dedicatoria de mi libro. Mayra me escribió por mail y me dijo que la china era feísima, con los dientes chuecos. Tiene cara de ruca, finalizó su mail. A la china la llevé al Mama África a tomar Macchu Picchus pero fui al baño y al volver china de mierda ya estaba bailando con un turista hippie. No volvió sino al rato que comenzaba a arrepentirme de haber dejado a Mayra. 
El día que tuvimos que desalojar la oficina de estudiantes, recién graduados de la universidad, donde veíamos los temas de la federación latinoamericana, apareció un cajón repleto de cartas de amor entre Mayra y yo. Eran casi mil. Las guardé un tiempo, pero cuando apareció el CD mi colección de cassettes la regalé, como también años después le regalé mi biblioteca completa a Toñín, eran tantos libros que Toñín puso una tienda. Igual dejé que las cartas se las lleve el reciclador. Todo estaba insertado en el chip de mi memoria interna, en mi maquinaria cardiomental. Entre el viaje a Cusco y la publicación de Barrunto, el texto se fue puliendo en Bogotá, La Habana, Miami, Huacho y Chorrillos, frente al mar, en la cabaña de nadera de mi causa Kabriel, donde se podía ver el mar.  



domingo, junio 02, 2024

DIABLITO BOLIVIANO


Yo quería contar algo. Pero ahora que me veo en la pantalla se me complica decir las cosas. Ahí comienza el estrés de la página en blanco. Quería claudicar una vez más en todo. Pero llegó un amigo argentino, productor teatral, que trajo una obra que llevaba veinte años en cartelera, y me invitó a verla. Yo lo invité a mi programa para entrevistar al actor, que había hecho una obra exitosa interpretando al Joker por tres años con sala llena. Ahora hacía de Ernesto Sábado, o del personaje de El Túnel.

Lo entrevisté y fui a la obra. En la cola estaba un youtuber muy conocido que acababa de ganar el premio Luces, al cual alguien como yo jamás podría acceder, ni anhelar o desear. Le dije: maestrito, felicitaciones por el premio. Entonces el chico me dijo: MAESTRO, es un gusto verlo. 

Estaba acompañado de su esposa y recordé que mi amiga Light fue su amante, se lo había estado tirando y lo dejó porque tenía problemas con la coca. Por eso, cuando comenzó la función vi que en medio de la oscuridad el maestrito le dijo a su esposa: ya vengo, voy al baño. De inmediato comprobé que el muchacho sí tenía problemas como me lo había contado la Light.
Se fue al baño y yo lo seguí por detrás. Antes de ponerle seguro a la puerta lo sorprendí con un cántico futbolero: ¡Yo te sigo a todas partes!

Nos quedamos un rato en el baño departiendo y el maestrito volvió a la función. Yo me quedé en la puerta tratando de ubicarme en el tiempo y el espacio. Estaba en un centro cultural en Miraflores, estaba viendo El Túnel de Sábato y me acababa de aplicar anestesia. Vi que al frente había una bodega y me acerqué a comprar una cerveza. Pedí tres latas y a la hora de pagar con mi celular apreté mal los números y en vez de pagar quince soles le había transferido ciento ciencuenta.
La bodeguera una viejita que no paraba de barrer. Ni siquiera se detuvo a mirarme o explicarme. Mi hija no viene hasta la medianoche, yo no sé manejar esas cosas. Yo me puse nervioso y la comencé a amenazar. Si no me devolvía mi plata le iba a tumbar el quiosco. Me quedé largos minutos en la puerta sin saber qué hacer realmente. En ese tiempo me bebí mis tres latas y le conversé a la señora: señito, mientras vamos esperando a su hija, ¿me puede ir dando tres latitas más?
Entonces la señora ya no me comenzó a caer tan mal. Y luego de tres más me cayó mejor. Prudencia se llamaba la abuelita. Vi que la gente comenzaba a salir del centro cultural y le dije que volvería en un rato. 
Apenas entré, apareció el argentino, el productor que me había invitado, y tenía a un camarógrafo con una reportera de Magaly TV, necesitaban que alguien comentara la obra. Yo no la había visto, y el libro lo leí hacía mucho tiempo atrás. Pero me mandé a hablar de puro sinvergüenza. 
Salí en Magaly TV hablando medio balbuceante, pero ofrecí grandes comentarios para la obra. Lo cual me agradecieron mis hermanos de bonaerenses. Luego habló el maestrito que había ganado el premio Luces y evidenció que había vuelto varias veces más al baño durante la obra.  
Le dije al maestrito que me gustaría invitarle una cerveza y fuimos junto con su esposa a la bodega donde tenía cuenta libre.
Nos pusimos a conversar de tantas cosas que su esposa se puso celosa. Había una complicidad entre el maestrito y yo que invisibilizaba a su esposa. Con mi amiga Light se vería mejor como pareja. El maestrito me había entrevistado años atrás cuando era un estudiante de universidad, un fervoroso lector e inquieto investigador de la literatura local. Ahora se había consolidado como influencer literario. Yo no le había dado mucho seguimiento a su vida pero mi amiga Light comenzó a tener encuentros clandestinos con él tras su ruptura sentimental con el cineasta. Una relación tormentosa que terminó con el cineasta huyendo del país no sin antes sacarle en cara a Light que era la culpable de toda su miserable infelicidad. Light le reprochó no tener dinero y se sintió estafada frente a un próspero artista del séptimo arte, ganador de premios internacionales y departamento propio. Lo que no reparó Light fue que los artistas somos desprendidos con el tema de la plata. Ella buscaba alguien que la mantenga y de paso mantenga a sus viejos. Pero el cineasta se había dedicado a vivir de los premios y fondos que el Estado le daba para hacer sus películas. Y así se la había pasado los últimos años, viviendo de la mamadera del Ministerio de Cultura. Por eso cuando Light lo dejó con el alma maltrecha, y comenzó a tirar con el influencer literario, el cineasta no pudo más y se fue del país. Mientras, el maestrito no paraba de decirle a Light el alucinante momento que estaba pasando al tener a una escritora famosa en su cama. Se sentía afortunado. Ella más bien, se sentía miserable. Con más razón cuando cayó en cuenta que el maestrito saciaba su ansiedad aspirando cerritos de polvo que levantaba con una cucharita hacia los orificios nasales. Se quedaba pasmado con los ojos abiertos como si estuviese a punto de morir en ese instante. 
Eso tampoco le gustó a Light, que lo terminó dejando a las pocas semanas. El maestrito volvió con su esposa y prometió tratarse la adicción. Yo no le creo, le dije a Light cuando me lo contó todo. Yo tampoco, me dijo ella. Al tiempo nomás mientras Light preparaba su café para ir al gym, se le reventó el termo caliente entre las piernas y le generó quemaduras graves. Lo que le impidió salir a la calle por varias semanas y tuvo que visitar un psicólogo para superar el trauma. Su piel se había arrugado como la de un viejito, y debajo del ombligo mantenía una coloración parecida a un hotdog de puesto barrial: extremadamente rojo.
Por estar convalesciente de sus quemaduras no pude llevar a Light a la obra de teatro El Túnel. Hubiera sido loco tener al maestrito y a Light juntos en la bodega tomando latas de cerveza. Tal vez hasta me hubiese terminado levantando a su esposa, que estaba gordita justo como me gustan. La esposa le puso cara de culo al maestrito y se fueron. Yo me quedé esperando a la medianoche a que llegue la hija de la señora, para que devuelva la plata que le había transferido por error.
Pero para ese entonces ya me había gastado la plata en cerveza, y solo quedaban ocho soles. Le dije a la señora si me podía habilitar los ocho soles, pero no quiso, quería que venga su hija para proceder. Ni modo, le pedí dos latas de cerveza más pero para dos latas faltaban dos soles. Era lo único que tenía para volver a mi casa en bus. Se los di y me fui caminando a mi casa.

En el camino fue que me encontré en el parque con mi amigo Getsemaní. Estaba sentado sin sentido. Había estado en una fiesta donde había estado pintando cuerpos de mujer y le habían regalado un pomo con gotas de LSD como parte de pago por el bodypaint. Además, otro causa le había regalado un saldo de tusi. Yo nunca había visto una droga así, rosada, pareciera inofensiva pero se notaba intimidante como una pistola. Nos fuimos a su casa taller para tomar una infusión con ácido y alucinar sus cuadros.

Cuando llegamos, vi que tenía colgado una artesanía en la pared. Me dijo que se lo había comprado a un cachinero que se instalaba en la puerta de la Escuela de Bellas Artes. Él salí con su compañero Chimpandolfo y siempre que lo veían al cachinero le compraban algunas cosas. Ahí vio la pieza que tenía apariencia de un ekeko, pero no era gordo ni llevaba cosas encima. Es un diablito boliviano, les dijo el cachinero. Atrae la buena suerte y brinda energía positiva a los ambientes. Getsemaní le dio dos soles y se lo llevó.
El diablito boliviano le traía suerte y clientela al artista. Sobre todo venían chicas jóvenes. Nunca lo había visto a Getsemaní con tal ritmo de trabajo. Como por arte de magia, las mujeres comenzaban a interesarse en su body paint y morían por ser pintadas por el artista. 
El artista creía que todo se lo debía al diablito boliviano. Desde que lo limpió y colgó en la pared, las mujeres comenzaron a venir al taller. 

La primera fue la loca Amargot, ella venía de un ensayo, estaba próxima a estrenar una obra sobre Sharon Stone en Miraflores. Y le pidió al artista que le haga un diseño para su espalda. Pero vio al diablito boliviano y se quedó estupefacta. Yo he visto algo así en una iglesia catódica en medio del lago Titicaca, le dijo excitada la loca Amargot. Mientras se iba desvistiendo. El artista solo necesitaba que destape su espalda, pero la dejó ser y la recostó sobre la alfombra y le comenzó a hacer el amor. Ella solo decía casi entre gemidos: ay, mi diablito boliviano. Hazme tuya, mi diablito boliviano.

Cada sesión de body paint tenía un precio en dólares, lo cual no fue impedimento para las clientas que a diario fueron a visitar al artista. Getsemaní, en su mejor momento, con una salud envidiable, tenía sexo a diario con bellas mujeres que llegaban por su body paint en honor al diablito boliviano.

Antes, ya el artista me había compartido un poco de su fuente de inspiración. Un verano después del brindis de inauguración de su exposición, fuimos un grupo liderado por él a una discoteca en la avenida La Marina, donde había putas camufladas entre la gente que bailaba. Ahí se había enamorado de una señorita que modelaba por horas para el pintor. Como el cuadro que le obsequió a la puta le encantó a todas, le comenzaron a intercambiar favores sexuales a cambio ser pintadas por el artista. 

A todas retrató y con todas compartió sus viajes cromáticos. Esa vez que fuimos, éramos un grupo de artistas, había poetas, dramaturgos y rockeros. Todos buscaron su 'canje' y descubrimos que el arte nos abre muchas puertas. 

La loca Amargot llegó al taller del artista con ganas de mandar todo a la mierda. Estaba furiosa porque al director de la obra que iba a estrenar se le ocurrió un cambio brusco de guión. Ya no lo soportaba. Ella era una actriz de Tondero. Aclamada en Asumadre y con papeles en novelas de América Televisión. Eso no se le hace a un artista. Ese director de callejón me las va a pagar. Desgraciado. 

Getsemaní sintió que su amiga la loca Amargot necesitaba algo que le baje la mala onda. Del cajón sacó un pomo con el polvo rosado. Loquita métete un poco de tusi para que te pongas linda. La loca Amargot le hizo caso y se puso a picar lineas sobre un libro, al estilo Kate Moss en el estudio de grabación de los Babyshambles. Con un billete de diez soles enrollado se clavó la tusi y le entró directo a los ojos. Se puso mal. Le dio la pálida a la loca Amargot y aunque primero el artista le abrió una cerveza fría, igual tuvo que llamar a una ambulancia. Apenas llegaron los enfermeros con la camilla, la sacaron a la loca Amargot casi bulto. Con la locura de revivirla, uno de los médicos golpeó la pared y movió al diablito boliviano, que se desenganchó cayó al suelo partiéndose en pedazos.

En emergencias le pusieron una inyección de adrenalina a la loca Amargot y sus ojos rojos volvieron a ser blancos. Sonrió un poco y preguntó dónde estaba. Llamaron a su abuela y la vinieron a recoger. El artista en su taller buscó la forma de unir las partes del diablito boliviano. Aunque logró reponerlo, el diablito boliviano quedó más feo de lo que era. Igual lo volvió a colgar en la pared de su taller. 

Sin embargo, la clientela desapareció como por arte de magia. 

miércoles, abril 17, 2024

EL ROLEX Y LA CARNE DE CÁRCEL

Frankfurt, 2009


Yo crecí en un barrio llamado Villa Coca. A la esquina de la izquierda vivió Abimael Guzmán, ahí lo encontró la policía en el 92. Y cuando lo encarcelaron comenzaron a detonar casas de vecinos como represalia. Así, las lunas de las casas se rompían con frecuencia con las explosiones. Antes, las ventanas reventaban por los pelotazos que tirábamos jugando fútbol en la pista. Años antes de lo de los terroristas, en el 85, cuando jugábamos con arcos armdos con piedras y los autos que pasaban paraban el encuentro no más de treinta segundos, hacia el final de la cuadra, explotó una casa y un hombre salió volando como si fuera el hombre bala de los circos. 
Cayó en medio de nuestro campo de fútbol, estaba negro carbón y con sus ojos rojos nos miraba desorbitado. Apenas pudo reponerse salió corriendo, e inmediatamente después llegaron los bomberos y la policía, pero antes ya estaban las cámaras del noticiero. El partido se tuvo que suspender y salimos en televisión.
La casa que había explotado era de Reynaldo Rodríguez López, alias 'El Padrino', que había salido no hacía mucho en los periódicos como uno de los hombres más ricos del mundo. Don Rey, como le decían en el barrio, tenía casa con piscina, y luego se descubrió que tenía túneles que se conectaban con otras casas del barrio. 
Desde entonces el vecindario pasó de llamarse Higuereta de Surco, a Villa Coca de Surquillo. 

Hacia un lado vivió el líder terrorista. Y hacia el otro lado el líder del narcotráfico. En medio estábamos nosotros: hijos de empresarios emergentes, hijos de profesores, abogados, policías pero también había vecinos de la PIP. 
Uno de ellos, de los de la PIP, no vivía aquí porque trabajaba en la selva. Y le iba muy bien, porque tenía motos, una combi (que en ese entonces no existía en el país) y hasta una cuatrimoto, que tampoco existía. Su combi era negra y se parecía a la de 'Los Magníficos'. Tenía dos, una blanca que sacaba poco. Pero una vez mi tío Jojo la sacó y nos llevó a todos a los juegos mecánicos que habían instalado en la Videna. Ponía el volúmen al máximo Cali Pachanguero y cantábamos cambiándole la letra "que todo, que todo, que todo que, que que qué". En vez de cantar "que todo el mundo te cante, que todo el mundo el mundo te mime", nosotros cantábamos "que todo el mundo te cache, que todo el mundo te brinque". Y luego, en la que canta el Gran Combo "a comer pastel, a comer lechón". Cantábamos "a fumar pastel, a fumar la pons". 
La combi andaba a toda velocidad y en calles vacías el tío Jojo hacía dribling con la combi y todos a bordo volábamos. Nos paraba la policía pero cuando se identificaba como hijo de un general de la PIP, seguíamos nuestro camino a los juegos mecánicos. 

Apenas se retiró de la PIP, el papá de Jojo puso un restaurante turístico y sus hijos se dedicaron al negocio de lavandería. 

El otro vecino PIP tenía un auto deportivo exactamente igual al auto fantástico. Tenía dos casas una al lado de la otra. En una casa tenía piscina y la otra la tenía clausurada. Con Buba hicimos una banda de rock y su papá nos dejó ensayar en la casa vacía con la única condición de que no subamos al segundo piso. 
Obviamente subíamos todos los días y jugábamos con las granadas de guerra que guardaba. Luego bajábamos y tocábamos canciones de los Guns N Roses. Igual que su colega, cuando se jubiló mi tío como coronel de la PIP, puso un negocio de pinturas y sus hijos se dedicaron a la arquitectura.
 
Mi viejo era contador público y auditor. Pero siempre había soñado con ser PIP. Le inspiraba una señal de respeto, andar armado, bien plantado, con buen carro como el vecino, o con motos y una combi como el otro que trabajaba en la selva. 
Pero mi abuelo lo desahuevó a mi viejo y lo obligó a estudiar contabilidad. Más fueron las obligaciones familiares porque embarazó a mi mamá cuando estaba a mitad de carrera y apenas tenía la mayoría de edad. No tuvo tiempo de elegir un futuro, se dedicó a trabajar y a seguir teniendo más hijos. Por eso mi papá salió rápido de la casa de sus padres. De alguna manera alivió ese resentimiento que fue cultivando mi papá hacia mi abuelo. Cada vez que podía, mi abuelo le decía: "eres carne de cárcel, ahí terminarás". Lo cual fue curtiendo un rencor en mi papá que lo hizo encaminarse, ya que vivían en La Victoria y el ambiente era tan hostil que la posibilidad de ser delincuente era latente. Sin embargo, se hizo contador público y le tocó ejercer la auditoría gubernamental de forma pionera.

Cuando mi abuelo murió, la 'bodeguita loretana', que había fundado con mi abuela, cumplía 35 años. Aunque los recuerdos de tardes familiares los domingos siempre fueron bonitos, con el tiempo uno se va enterando que la tesión familiar era incómoda para todos los presentes. Y se tornaba violenta con el paso de las horas y el brindis. En la casa de mis abuelos se bebía un aguardiente de la selva llamado 'Rompe Calzón'. Un trago dulce y trepador que te pone agresivo al quinto vaso. Yo lo utilizo para las presentaciones de mis libros, por eso cada vez que hago una actividad no me vuelven a prestar el local, ya sea porque el evento acabó en bronca, debido a que a algún buen lector le dio diablos azules y lo sacaron a la fuerza o porque los vasos de vidrio van volando como aves que poguean en el aire.
 
Así, los almuerzos familiares en la casa de mis abuelos, junto a la 'bodeguita loretana' terminaban siempre de manera abrupta, con alguna rota y alguien con los chicotes cruzados. Ahí nace el binomio amor odio que se hereda de padres a hijos. Porque del afecto pasaban a la agresión en cuestión de horas y la frase "tú querías que yo sea carne de cárcel" se volvía un reclamo enfurecido.
 
Yo lo heredé también y con mi papá no me puedo sentar a emborracharme porque en algún momento se suelta una chispa y se me incendian los pensamientos. Entonces me acuerdo de su separación con mi mamá y me dan ganas de tirarlo por la ventana a mi papá, para luego tirarme detrás de él.
Herencia similar me inculcó cuando mi papá me quiso lanzar del edificio donde quedaba su oficina, cuando llegó con algunos guisquis de más y llegó con ganas de pelear, pero no encontró a nadie más que yo, y descargó su ira intoxicada de alcohol. Ya no tomaba RC, a mi papá le iba bien aunque al país le iba hasta las huevas. "No es mi culpa", se disculpaba mi papá. No es mi culpa que el país esté mal. Había inflación y terrorismo. Pero sobre todo, desconfianza. Desde esa vez, ya no pude estar cerca de él, con mayor temor si lo encontraba en sus tragos.

Yo estaba en primaria y un día la profesora de literatura habló de Mario Vargas Llosa, que iba a ser nuestro próximo presidente. Un compañero de clase levantó la mano y dijo que su tío había sido escritor también. La profesora preguntó su nombre y cuando el compañero lo mencionó con orgullo, dijo: "pero él fue un terrorista que mataron en la selva". 

El compañero se fue cabizbajo, pero al día siguiente pidió la palabra y aclaró que su tío no era terrotista, pero sí lo habían matado en la selva. 
Y por si acaso, su tío no era terrorista. Yo le creí y años después descubrí la poesía de su tío a través de sus libros. 
Luego conocí a su gran amigo, otro gran escritor, el negro Jorge Salazar, quien estuvo en la barca donde lo mataron, y fue mi maestro. 
Ahora a mí también me dicen terruco. Evidentemente, pienso distinto y detesto el pensamiento chato de los conservadores. No es necesario hacerlo notar ni decirlo porque mi literatura y mis actos hablan por mí. Pero nunca falta alguien que necesita reivindicar su dignidad terruqueándome o señalandome de vendido cuando son ellos los que por un ceviche una cerveza se bajan el pantalón y se ponen en cuatro.
 
A mi papá le iba muy bien en los negocios, era un próspero empresario. Pero el Perú no era próspero. Tampoco empresarial. El Perú de ese entonces estaba en crisis. Y salvo algunos años de tranquilidad emocional, nunca ha dejado su estado crítico.
Por eso, cuando alguien ostentaba algo no pasaba de ser alguna marca bamba. Eran tiempos del contrabando desde Puno, se traían cassettes y VHSs.

Mi papá se fue a Puno  y como yo estaba resentido con él porque me había querido tirar por la ventana, me trajo un Rolex. Era totalmente dorado con piedritas brillantes en cada hora. También nos trajo pares de zapatillas y buzos de marca. Las zapatillas eran llamativas porque tenían las tres rayas de Adidas, pero en la zuela decía Puma. Igual los buzos y demás cosas. Todo tenía una apariencia rara que se prestaba a la duda. Pero eran tiempos en que no había opción de verificar si se trataba de ropa original. Por lo que pasaban a validarse como ropa de marca.
 
Comencé a ir a los quinceañeros con mi Rolex, me hacía notar. Pero me sentía, al igual que el reloj, falso. Iba a los tonos con mi primo Miky, que estudiaba en el Juan 23, colegio chino. Había que ir en terno y yo me ponía mi Rolex que brillaba intensamente. Me hacía notar en cualquier lado y siempre la pregunta era inminente: ¿Qué marca es? Anda, ¿sí? ¿Y tu papá en qué trabaja? 
Yo me pulía, prendía mi cigarrillo Hamilton y sacaba a bailar a alguna compañera de salón a quién le seguía hablando de mi reloj que me había traído de sus viajes de negocios. Evitaba mencionar que lo había traído de Puno, era un lugar que sonaba feo. Aunque fue mi papá que luego nos llevó de viaje e hicimos una ruta maravillosa en tren, desde Cusco hasta Puno cruzando el lago Titicaca. Aunque al año siguiente nos llevó a Disney y ese viaje fue más llamativo para las chicas de ese entonces.
Gracias a mi Rolex me había empoderado con la gente del colegio. Pensaban que tenía plata y me invitaban a las fiestas. De pronto me volví indispensable en las reuniones donde iba los más coloridos. Mi Rolex se hizo fundamental para que mi presencia esté garantizada. Ya no usaba las zapatillas Puma de tres rayas Adidas, sino unas New Balance que mi hermano mayor había mandado de Europa, donde vivía. Era una época donde estaba de moda los New Kids, y justo me habían mandado una casaca con mangas de cuero blanco idéntica a la que usaba uno de los cantantes. Tenía un Rolex, zapatillas New Balance y la casaca de los New Kids. No había forma de pasar desapercibido. Me matricularon en el ICPNA para aprender a hablar inglés y ahí conocí a Wendy. Ella me miraba todo el tiempo en el salón y yo me ponía colorado, la miraba y al darme cuenta que tenía clavada su mirada en mí, enterraba mi cabeza como una tortuga. Quería ser invisible pero también la quería conocer y besar. Ya había tenido una mala experiencia con las chicas que me gustan. En inicial, apenas llegué llorando, vi que había una rubiecita de nombre Carmen. Soñaba con ella, pero nunca me miró. Un día vi que un chico estaba de cumpleaños le cantaron su happy verde y luego todas le dieron un beso en la mejilla. Yo al día siguiente fui a decirle a la profesora que era mi santo. Pero ella notó que en la ficha decía otra fecha. Sin embargo, mi ferrea versión de que era mi santo prevaleció y la profesora me dejó ser. Entonces Carmen se acercó y me dio un besito con sus labios rosaditos y su lunarcito en la zona del bigote. Nunca me olvidé de ella, aunque ella nunca me registró en su mente. 
Por eso, cuando conocí a Wendy en las clases de inglés, no tuve cómo inventarme un cumpleaños. Pero coincidimos en el micro de regreso y conversamos. Ella vivía en las torres de Limatambo y me invitó a su casa a tomar lonche. Su papá trabajaba en la embajada de Estados Unidos y siempre tenía una pistola amarrada con un cinturón que le cruzaba el pecho. Comimos pan con jamonada y leche chocolatada. Luego me acompañó al paradero y como no sabía qué decirle ni qué hacer, fue ella quien se me declaró. Yo acepté tímido el beso, me di cuenta que ni las zapatillas ni el reloj fortalecían mi autoconfianza. 
Volví a mi casa siendo la persona más feliz del mundo, y de pronto me volví un estudiante entusiasta por el inglés. Iba temprano, la esperaba en el salón y le guardaba un sitio. Wendy llegaba tarde porque se quedaba después de la salida de su colegio haciendo gimnasia o practicando algún baile para las actuaciones. Como era bonita y encantadora, la utilizaban para todas las actividades del colegio. Incluso la hicieron reina de la primavera. Wendy soñaba con su quinceañero. A mi me daba pavor ser su chambelán, aunque sentía que con mi Rolex podía nivelar mi falta de estima.
Cumplimos un mes de enamorados y estábamos acariciándonos en uno de los bloques de las torres, hasta que un par de choros nos cuadraron, me sacaron mi casaca de los New Kids, mis zapatillas New Balance y mi reloj. A ella la agarraron del cuello y le quitaron la esclavita que le había comprado. Tuve que llamar a mi mamá para que me venga a recoger llevándome mis zapatillas viejas marca Puma con tres rayas Adidas. 
Desde el robo, perdí las ganas de ir al inglés. La movilidad de Wendy pasaba por mi casa todas las tardes y nos cruzábamos cuando llegábamos y me veía abrirle el portón a mi mamá. Pero la comencé a ingnorar. Mis poderes se me habían ido con ese robo. No me perdonaba el no haberla defendido. Incluso haberme visto desvalido y asustado, al borde del llanto pidiéndole clemencia a los ladrones. Son esos momentos en que descubres lo miedoso que puedes ser. Pierdes confianza en ti mismo. Cada noche soñaba encontrando a los choros y les pegaba, y recuperaba mi Rolex. Menos mal que mi papá ya no vivía en casa porque si se enteraba que me habían robado tal vez me hubiese lanzado por la ventana sin remordimiento. Estuve con temor de verlo por semanas. Pero cuando lo vi, pareciera que no se dio cuenta que ya no llevaba el Rolex. Nadie le contó nada del robo y preferí no mencionar que había tenido mi primera enamorada. 
Wendy cumplía quinceaños y si bien dejé de verla, dejó una invitación debajo de mi puerta. Aunque busqué mil excusas para no ir, la fiesta era a unas cuadras de mi casa y toda la gente del barrio asistiría. Los hijos de empresarios, hijos de policías, los hijos del narco, los hijos de los terroristas, los hijos de los trabajadores de la embajada de Estados Unidos, todos fueron al quinceañero de Wendy. Para varias me quedé solo en un rincón, ya sin Rolex era como Sanzón con el pelo corto. No tenía brillo y Wendy para bailar el Danubio Azul eligió a su nuevo enamorado. Nuevo pensé porque nunca lo había visto, pero en realidad era su pareja desde la primaria. 
De pronto al verla bailar con su pareja, y ver a la gente aplaudir y disfrutar cómo bailaban el vals, yo comencé a entender que odiaba bailar, que detestaba estar en lugares concurridos de gente, que no aguantaba sonreír en un ambiente falso. Necesitaba mi Rolex para ser alguien, pero sin el bendito reloj simplemente no era nadie. Apenas pude, salí de la fiesta amagando que me iba al baño, para luego escaparme y volver a mi casa cabizbajo. Desde ese entonces decidí no ver el tiempo, ni amarrarme nada a una muñeca. Con los años fui usando aretes y cadenas pero volvía a mi naturaleza que es la incomodidad de llevar algo encima que represente un status. Y me los quitaba. Me acostumbré a calcular la hora mentalmente, o esperar que haya algún reloj colgado para constatar que llevo la cuenta exacta de lo que falta para poder irme de la fiesta. Siempre amagando que voy al baño.