viernes, junio 12, 2020

LAS CIUDADES, LA LOCURA Y EL MIEDO

MAZAMARI, VRAEM. 2012. PERÚ.


He viajado mucho y nunca ha sido por vacaciones. Incluso cuando voy de paseo, impongo un rigor de trabajo que involucra investigación y huzmeo. Como viajero, pienso que hay cuatro o cinco lugares que te llevan a conocer la real cultura del lugar: el cementerio, el bar, el estadio, el burdel, la misa o comer en una mesa familiar. Cualquiera te ayuda, yo usualmente si voy solo elijo el burdel, y hago anotaciones de cómo aman a su gente. Luego cómo la entierran, o cuando bautizan a una niña. Adonde haya ido, he buscado esos lugares. 
Pero hay sitios que han sido impregnados por el miedo. Yo ya sabía de eso porque crecí a principios de los noventa en el Perú. 

Yo me crié en Villa Coca. Un barrio que al lado derecho vivía el narcotraficante 'el padrino'. Y al lado izquierdo vivía Abimael Guzmán. A un lado los narcos, al otro los terroristas. Y entre ambas realidades muy distintas estábamos nosotros, la clase media, militares, policías, comerciantes o profesionales. Pero de ellos dependía nuestra paz.

La primera vez que hubo una explosión fue cuando la casa de 'el padrino' explotó. Estábamos jugando fútbol con arcos de piedra en la pista. Como no pasaban autos, que no habían mucho en ese entonces, las calles eran sitiadas para el deporte. Y jugábamos en la pista cuando explotó una ventana y salió volando un hombre. Cayó en la pista y vimos que estaba ennegrecido, solo quedaban sus ojos blancos. Nos vio, se paró y corrió. Al rato vino la policía y los periodistas. Salimos en televisión sonriendo y haciendo 'tumay' con las manos detrás de la gente que daba testimonio frente a cámaras. 

A los años, cuando detuvieron a Abimael, comenzaron a lanzar bombas por el barrio. A veces fueron tan cerca que las lunas de la casa se rompieron. Fue de temer, pero ya estábamos domesticados del miedo. 

He ido a zonas de guerra por circunstancias del periodismo. Pero también me han llevado a bellos lugares de primer nivel mundial, sin un mango en el bolsillo. Parezco un vagabundo primera clase, como decía Facundo Cabral. 

Acepté ir a Ayacucho, a un pueblo hermoso pueblito llamado Cangallo. La empresa de mi papá necesitaba hacer un inventario y el ingeniero se rehusaba a ir. Entonces me encomendaron la misión, en un auto del estado, un chofer y un ingeniero. Lo recuerdo bien porque era mi cumpleaños, aproveché el viaje para no estar con nadie. Disfruto la soledad pero más me incomoda estar abrazado al afecto. En Ayacucho, vi una marcada identidad por las víctimas de Ucchuraccay. Los periodistas, héroes de Ucchuraccay. Una historia horrenda de asesinato que recordaba de niño, pero que ahora estaba ahí percibiendo el miedo de la historia. Mataron a ocho periodistas y uno de ellos llegó a tomar últimas fotos. Debido al hecho, en Perú se hizo una comisión de la verdad, y trajeron a Mario Vargas Llosa para que investigue el caso. Mario llamó a los mejores estudiosos, sociólogos que ayudaron a argumentar el por qué de los hechos. Y cuando Vargas Llosa entregó su informe nadie le creyó. Es más, le hicieron una interpelación que lo obligaron a estar de pie por más de diez horas, escuchando el por qué se había equivocado en su versión de los hechos. Él había dicho que a los periodistas los habían matado los ronderos, en un hecho confuso. Pero el gobierno necesitaba culpar a los terroristas. No fueron los terroristas, fue el miedo a los terroristas lo que ocasionó el asesinato de los ocho periodistas muertos. Pero nadie le creyó a Vargas Llosa y lo acusaron de haber novelado un tema político. 

Camino a Cangallo, me enteré por qué no quería ir el ingeniro a quien yo reemplazaba. Teníamos que ir a inventariar unas torres de alta tensión eléctrica que habían sido atentadas con explosivos. Es más, habían hecho volar ya una camioneta como la que estábamos usando para llegar. Los terroristas saboteaban toda forma de progreso, y volar las torres de alta tensión era su pasatiempo favorito. 

Adonde fuimos era lo más alto de la sierra, montañas donde solo se sentía el zumbido de la electricidad que circulaba. Hicimos el inventario y las fotos, pero no les dije a los comisionados que estaba de cumpleaños. Entonces volvimos y cada uno se fue a su habitación. Yo me cambié y me fui a Huamanga, me pedí una pizza y una botella de vino. Y me sentí más solo que nunca, pero feliz.

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Me fui a Santiago a una conferencia de tecnología. Ya el evento se había suspendido varias semanas por las protestas sociales. Pero la presentación se tenía que realizar, a pesar de la convulsión. Entonces busqué un lugar para quedarme, lejos de la zona exclusiva, cerca de la zona roja, cerca de la iglesia pero también cerca de un nightclub. La zona cero, le llamaban. Las paredes estaban vandalizadas como si hubiera pasado un huracán. Los centros culturales graffiteados, con afiches pegados de gente muerta. Llegué el día de mi cumpleaños a Santiago, buscando evitar los abrazos. Tenía una reunión de trabajo a la mañana siguiente, así que aproveché el tiempo para aprender a tomar el metro subterráneo. El progreso era evidente, pensé. Llegué al edificio de la reunión que tenía mañana, marqué el tiempo y volví a mi hotel más tranquilo, pensando en estar temprano al día siguiente. Pero al día siguiente los vagones estaban abarrotados de gente y era verano, mi camisa comenzó a traslucir mi sudor en las axilas, pero me agarré bien del pasamanos y me entregué al destino, pero a la siguiente estación anunciaron los altavoces que había que salir cuanto antes, que los manifestantes se había apropiado de los rieles y estaban dispuestos a morir por la lucha.

Llegué tarde a la reunión, en taxi y caminando, casi perdido. Todo mi planificación se descompuso por las protestas. Y al día siguiente, a otra reunión, decidí ya no ir por metro. Me subí a un autobus y vi que eran más modernos que los de Perú. Me senté, pero a las pocas cuadras nos topamos con una turba de jóvenes con hondas y hasta llevaban extinguidores con los que quisieron romper las lunas del bus. El conductor aceleró con todo y pudimos pasar pero se rompieron algunas cosas. Tuve que bajarme y caminé. Las protestas se ponían más bravas pero hacia afuera de la zona cero vivían como si estuvieran en Miami, se podían ver autos deportivos, edificios gigantes y centros comerciales exclusivos. Santiago es tan diverso que a cien kilómetros puedes estar en la playa, y hacia el otro lado a cien kilómetros también puedes esquiar en la nieve. Igual a unas cuadras podía pasar del caos al glamour.

Pero yo me había hospedado en medio del caos. Y para remate, apenas llegué jugó el Colo Colo y a las afueras los policías mataron a un hincha. Entonces la cosa estaba enardecida con saqueos y bombas lacrimógneas. Había santuarios urbanos, lugares donde habían muerto jóvenes protestantes se convertían en esquinas sitiadas, donde marginales, punks y radicales colindantes con 'la cana', ofrecían sus pulseras hippies y bebían algún vino.

Yo apliqué mi régimen de turismo urbano, caminando random buscando nada, comiendo cualquier cosa al paso, comprando algún recuerdo y preguntando dónde podía conseguir algo de acción. Comí en casa de amigos comida de casa, oí testimonios, brindé con entusiasmo y me fuí a marchar con los manifestantes. Me acogí en medio del miedo para estar a buen recaudo.

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Cuando me invitaron a Europa a presentar mi libro, hice un plan para visitar a todos mis amigos. Imaginaba viajar por cinco países más allá de Luxemburgo, adonde me habían invitado. No tenía trabajo, acababa de quebrar Urbania, el periódico cultural que dirigí por más de treinta números y donde hicimos magia para sobrevivir. Había sido una época maravillosa porque también daba clases en la universidad y llevaba a mis alumnas como practicantes. Después las acosaba con mi sutileza poética. En esas me enamoré de una y con ella cerramos la redacción. Una oficina entera llena de documentos, sillas, cojines y miles de cables de teléfono e internet. 

Contacté a mi tía Tania, que vive en Alemania y me ofreció su casa. Apenas terminó el evento, pensando aún hacer una ruta mochilera europea, me fuí en tren hacia Hannover, adonde mi tía me recogió y me llevó a Soltau, una ciudad a dos horas. 

En el camino me fui dando cuenta que mi presupuesto no estaba a la altura de mis ambiciones viajeras. Mi tía me ofreció su casa y llevarme a conocer las ciudades importantes. Total tenía tres semanas y unos cuantos euros en el bolsillo que pude comprar en Perú, algunas propinas de familiares y pasé migraciones ajustando porque pensaba que me iban a saltar las deudas bancarias. Era un escritor quebrado financieramente, con una empresa que acababa de quebrar, misio. Pero estaba en el primer mundo con los mismos zapatos con que iba a Ica a dar clases en la universidad. 

Mi tía me dijo que no había problema en su casa, porque en el sótano tenía una habitación. Y no solo era una habitación, era prácticamente un departamento subterráneo donde se podía pasar días sin salir. 

El esposo de mi tía se llamaba Cord, se llama Cord. Es médico y estudió en México, por eso hablaba español. Tenía una clínica privada pero también atendía en el hospital. Entonces me llevó un día a ver cómo era su labor. Yo en ese entonces sufría una hernia en la columna, que me tenía a punta de antidepresivos. Aún la tengo pero más tenía miedo a que me operen. Mi tío Cord realizaba infiltraciones dos veces a la semana y me llevó con él al hospital. En unas tres horas se hizo unas 50 infiltraciones, entraban a una habitación uno por uno, la gran mayoría ancianos a quienes el tío le metía una aguja como de veinte centímetros, a algunos les ponía la inyección a la altura de la cintura. A otros por el cuello. Todos entraban a una máquina de tomografía y ahí iba viendo dónde estaba el mal. Y clavaba su aguja. A veces se equivocaba el paciente producía algunos movimientos de reacción, sacaba la aguja y la volvía a poner y les metía toda la medicina. Se iba el paciente y ya no volvía en meses. Infiltraciones para la espalda, por dolores habituales de la vejez. 

Yo le dije a mi tío que tenía 200 euros que le podía dar si me hacía una infiltración. Pero se rió y me dijo: tú no estás enfermo. Y me curé, nunca más me volvió a doler la cintura.

En el sótano de la casa de mi tío Cord había como dos mil botellas de vino, tenía una refrigeradora solo para mí, repleta de jamones y quesos. Tenía baño propio y televisor que usaba para no entender nada. Pero sonaba bonito el idioma. Mi tía me dijo que abriera cualquier botella y incluso había un pack inmenso de agua de manzana que el tío había comprado pero que nadie había consumido. Pensé que llevaba varios años intoxicado de alcohol así que determiné que sea el momento de limpiarme a punta de agua saborizada de manzana. Además, cuando el tío decía 'vamos a tomar una copa', era literalmente una copa. Yo estaba acostumbrado a que tomar una copa era emborracharse hasta el vómito hablando sandeces. 

Mi tía me llevó con su Mercedes a ciudades enormes, Hamburgo, Frankfurt, Bremen. Nos íbamos a los centros comerciales y comíamos algún postre. Mis pocos euros me alcanzaron para comprarme un blaiser que hasta ahora uso. Un terno marrón que me costó ocho euros, regalos para mi mamá. Un tiempo maravilloso, pero también estaban los museos de la segunda guerra mundial. 

Mi tío animado por mi visita me invitó a Berlín, ciudad donde vivió, mientras estudiaba medicina y trabajaba como taxista, por lo que conocía la ciudad a plenitud, tanto occidente como oriente. Nos fuimos al muro y tomamos una copa, un vaso de cerveza. Escucharlo al tío era saber de historia, de política, pero también de medicina y la vida. Un erudito porque me parece que en Alemania todo es calidad total, un país de avanzada, ultra moderno y de vanguardia. 

En Berlín, la catedral de Berlín me hizo recordar el edificio de Tarata en el 92, en Miraflores. Una edificación inmensa y hermosa había sido destruída por misiles de la segunda guerra mundial. Dejaron la catedral tal cual para que quede de recuerdo. Y de igual forma los museos eran realmente aterradores, oscuros y con registros alucinantes. La guerra había marcado, y el nazismo también era impresionante, sus iconografías, las fotos de los congresos nazis eran una película de terror. 

Fue una experiencia alucinante recorrer la ciudad y pasar de la modernidad de la parte occidental y pasar a la parte oriental, que se notaba más antigua. 

Mis tíos en Berlín me pagaron una noche de hotel y nos fuimos a un bar acuario. En medio de peces tomamos una copa y luego me llevaron a un restaurante con tres estrellas Michelín. 

Pero en el hotel no pude dormir, porque todo el día viendo museos, inspirado en la historia del horror de la guerra, temía que por la ventana pasara un avión militar y reventara mi habitación. Se me había impregnado el miedo de una ciudad alucinante como Berlín.

Antes de volver a Perú, mi tía me dijo no te puedes ir sin conocer a la mamá de tu tío. Una oportunidad valiosa para conocer la cultura. Mi tía llamó a la señora para preguntar si quería algo. Y le pidió que le lleve una botella de vino. Fuimos a su casa, donde el tío vivió su niñez. Era una casa grande porque había sido en forma de establo, tenían sus animales durante la guerra. La casa era enorme y tenía miles de detalles del partido nazi. Platos colgados, condecoraciones, banderines. Parecía un museo de familia. La señora era viejita y con las justas andaba, se apoyaba en un cochecito de cuatro ruedas con una canasta donde tenía el teléfono, su cuaderno y las llaves. La señora fue sumamente amable conmigo, me hablaba en alemán y parecía que le importaba poco que yo no le entienda. Ella seguía hablando cordialmente, nos invitó a comer y me pareció curioso que no comimos en platos, sino en unas tablas de madera, todo típico alemán. Y lo bueno que me sentí aliviado de no poder comunicarme, la señora hablaba y daba explicaciones de mnera natural y yo la oía y parecía que hablaba con mi abuela.

Días después, mis tíos volvieron a la casa de la abuela. La familia se había preocupado y su molestia partía por la botella de vino que le habíamos llevado a la señora. Pues al parecer le había caído un poco mal y comenzó a delirar rememorando tiempos de guerra, además de comenzar a hablar con su esposo, que ya había fallecido hacía muchos años atrás.

Se juntaron todos los hermanos del tío, señores serios que discutían por la conducta de la abuela. La señora estaba contenta de volverme a ver y me hablaba en alemán. Yo no estaba muy cómodo porque sabía que todo lo habíamos ocasionado con mi tía, por llevarle la botella de vino. Pero a la señora no parecía importarle tanto como hablarme a mí, a su sobrino escritor que venía de sudamérica. Estaba también su nieto que usualmente cuidaba a la abuela, pero más interés era estar con la novia a solas en casa, mientras la abuela estaba a buen recaudo. Pero todos quedaron preocupados con el vino y con los delirios de la señora.

A los pocos días la señora se cayó y fuimos con mi tía al hospital. La señora estaba muy molesta y tenía un parche grande en la cabeza. Aún así se puso muy contenta de verme y me habló con la misma naturalidad que siempre tuvo. Pero estaba muy molesta con el tío, porque él siendo médico había permitido que la internen. Lo peor de todo era que por ser una anciana sumando sus delirios de guerra y la presencia del esposo que ya había muerrto, la mandaron al pabellón siquiátrico, donde pasaba la tarde en una gran sala de juegos con yonquis con cara de asesinos, gringas locas con cicatrices frescas en las muñecas. Todos fumaban cigarrillos, pero tenían café y gaseosas libre. La señora estaba molesta porque ella quería estar en su casa, y me lo reclamaba a mí que no le entendía nada. Pero el tío siendo médico podía haber hecho algo, decía la señora. Aunque yo no le entendía. Conocer el hospital siquiátrico en Alemania fue parte de ese turismo que me marca como viajero.

Cuando vayas a Perú, te llevaré a comer cebiche frente al mar, tío. Le decía. Pero cuando vino mi tío a Perú con mi tía yo estaba internado en un hospital siquiátrico, batallando con mis miedos. No me pudieron ver. Mi tío ya no volvió más a Perú. Solo mi tía. Mi tío fue un excepcional anfitrión y me hubiese encantado ser igual de amistoso.