domingo, enero 14, 2024

ACONCHASUMADRAMENTE ADIÓS

Barrunto, Ayacucho, noviembre 2023. 



Eloy había llamado a Mario a las tres de la mañana. Voy para allá, voy a Alpinopolis, y Mario le respondía. Si Eloycito aquí estamos, la lucha continúa.
Entonces se aparecía como a las seis de la mañana por Cerro Azul, pedía que le abran la puerta y una botella de vino. Y empezaba a hablar de Eielson.
Yo quería desayunar un café con leche y pan con tamal, pero lo que ocurre en Alpinópolis, queda en Alpinópolis.
Mario preguntó si podría haber un escritor peruano con 20 libros escritos en Italia. Yo pregunté, libros escritos o libros publicados?
Y Eloy me señaló, usted sí sabe.
Y comenzamos a beber. Él guisqui, yo cerveza. Pero como al mediodía ambos estábamos tomando vodka y hablando de Malcom Lowry, de sus años en Cuba y su investigación en Italia sobre JE Eielson.
Estábamos en medio de la nada, entre piedras y olas del mar. Él venía de la revolución. Yo del encierro, tres meses en rehabilittación depresiva. Eloy me curó con su floro.
Luego de ese encuentro, lo invité a que presente mi libro Barrunto, su cuarta edición. Y para convencerlo tuve que sacrificarme con él tomando unos catorce vinos en su oficina del Bar Queirolo, mesa cinco. Mesa que hoy que ha muerto luce esta noche vacía porque es un irrespeto sentarse ahí sin saber quién la habitó y la orinó como perro. Dejando huella.


Eloy había conocido a Arguedas y a Damián, eran amigos de su padre que era librero. A Ribeyro y todos los grandes. Y cuando vivían en Surquillo, uno podía llegar al óvalo Higuereta y se pezcaban lizas, tramboyos, camarones. El chupe de camarones, el mejor de Lima, estaba en el óvalo higuereta, parte Tomas Marsano, casa Los Morochucos.
Eso me lo contó cuando fuimos a Chimbote, a presentar Barrunto por segunda vez y a presentar uno de sus libros que cuando se presentaban nunca estaban en vitrina, llegaban de a diez, de a cinco, o no llegaban sus libros. Igual que yo, que tenía tres ejemplares amarrados a mi mano para que nadie se los lleve. Pero la gente se quedaba arrecha con la verba del maestro, que cuando más vino le ponías, más sabor le ponía a la vida.
Esa vez en Chimbote, luego de las presentaciones el alcalde nos invitó a comer. Bueno, lo invitaron a él y yo entré de colado a la mesa. Igual la mesa estaba llena de colados, ayayeros que fueron rápidamente a comprar cuatro botellas de vino porque el chino del chifa solo vendía cerveza helada. El alcalde era un gordo amanerado que venía acompañado de una veneca de cuerpo extraordinario. Eran la bella y la bestia. La bella, la bestia y sus guardaespaldas. A saber de sus rostros, más que seguridad proyectaban la imagen de inseguridad, de que te podían secuestrar en cualquier momento. Para Eloy era muy importante hablar con el alcalde porque tenía un problema legal al que lo había metido un editor, por un libro institucional que se había mandado a hacer, y el editor se había mandado a mudar a España. Lo cual generó una denuncia convertida en requisitoria. Eloy temía lo peor, pero el alcalde le dio su palabra de que nada le pasaría. Y nos fuimos tranquilos del chifa al escenario principal de la feria, porque además a la medianoche era aniversario de Chimbote. Llegamos al show a pocos minutos de la hora del show, y comenzaron a tocar Los Pasteles Verdes. Entonces aproveché el aburrimiento para abrirme de Eloy y regresar al hotel. Igual desde la ventana de mi habitación aún podía ver el show y a Eloy en primera fila, que se ponía de pie a aplaudir cada canción del grupo. Hasta le hicieron mención pública de su presencia y la multitud lo aplaudió. Pensé que iría descansar luego del concierto de aniversario, pero a la mañana siguiente ya se había ido. Pregunté por él en recepción y me dijeron que apenas acabaron de tocar Los Pasteles Verdes agarró sus cosas y regresó a Lima. Aunque al amanecer, apareció en Cerro Azul, exigiendo a viva voz a Mario que le habran la puerta y una botella de vino.


Hoy que ha muerto Eloy, debo celebrar también el cumpleaños de mi tío Carlos Valverde, ingeniero agrónomo que fundó el Instituto Nacional de Innovación Agraria. Fue un gran profesional dedicado al estudio de la papa peruana, la cual investigó por años y llegó a establecer más de una setenta de especies de papa en ese entonces, los ochentas.
Mi tío Carlos Valverde era el director del programa de innovación agraria en la universidad Agraria, la Molina, y durante esa época realizó importantes estudios, Pero vino un nuevo rector a la Agraria, un tal Fujimori. Y lo amedrentó. Primero lo hizo con su amigo Bandi, un investigador brasilero a quien el chino expulsó del país.
Y luego, a mi tío Carlos Valverde, quien era voceado a ser ministro de agricultura, el chino Fujimori lo mandó a llamar a su oficina y le motró un papel con una lista de nombres.
Le dijo: mira esta es la lista negra de Sendero, tú estás primero en la lista.
A mi tío ya le habían asesinado tres ingenieros del instituto, el cuarto era él. Así que renunció y buscó trabajo por el mundo. Igual, el mundo entero era de él porque tenía el talento y los contactos suficientes para seguir su carrera en cualquier parte. Había estudiado agronomía en los EE.UU., y decidió irse a Holanda con su familia.
La cosa en Perú estaba bastante dura, entonces mi tío consideró a mi hermano mayor, para llevarlo allá. Este país no daba para más. Lo querían matar, así que mejor se fue y se lo llevó a mi hermano, lo cual causó un sismo familiar en los ochentas, donde no había celular para transmitir las emociones más duras a través de videollamadas. Ni nada, mi mamá se volvió escritora compulsiva de tantas cartas que escribió, lo cual me inspiró a expresarme así con los años. Heredé su oficio.
Mis tíos, junto con mis dos primas hermanas y mi hermano se fueron a vivir a Holanda.
Mi tío Carlos venía a Lima de vez en cuando. Aunque se quedaba en un hotel ejecutivo de Miraflores, iba a la casa a comer tallarines con asado. Era un ritual que se cumplió siempre. Los preparaba mi grama Arsenia y con el tiempo me fui enterando más de mi tío, por ejemplo que había estudiado con Mario Vargas Llosa en el colegio. Entonces cada vez que venía a casa le hacía miles de preguntas, las cuales me respondía amablemente. Pero con más confianza y madurez de mi parte me fue contando que el escritor no era una persona tan amable, más bien había pedido que lo saquen de la lista de la revista de los ex alumnos del colegio, y ya no le tenía mucho afecto.
Yo aprovechaba cada visita a Lima para interrogarlo, ya no por Vargas Llosa porque era notoria su antipatía al dientón. Había comenzado a trabajar en investigación científica en la universidad apenas me gradué, y mi tío lo vio con entusiasmo porque la ciencia no es tan valorada en el Perú. Me daba consejos sobre cómo fichar libros y los autores que debía considerar para una buena teórica.
A veces siento que a mi tío lo fui desilusionando con mi pobre nivel científico. Luego de tres años contratado, la universidad vio que mi investigación no tenía ni diez páginas cuando esperaban cuatrocientas. Me había pasado el tiempo intentando centrar mis ideas, pero mi dispersión me llevaba por otros caminos creativos. Entonces cancelaron mi investigación, cortaron el contrato y me invitaron a salir por la puerta falsa. Lo único que llevé de esos tres años fue un manuscrito insolente y llenó de mentiras frente a lo que ellos consideraban la verdad. Antes de terminar de escribirlo ya tenía título: Barrunto.
La última vez que hablé con mi tío ya estaba con su salud en decadencia. Fue hace tres años, yo había asumido un alto cargo directivo en el Estado, para trabajar junto con un ministro. Y estuvo días mi tío intentando comunicarse conmigo. Me dijo que estaba muy orgulloso de mí, pero que la circunstancia era bastante complicada y que tenga mucho cuidado con lo que firmaba y con lo que me proponían. Él había visto muchas cosas en su vida, pero su experiencia en Perú fue la más complicada por la presión que te ejercían los de arriba. Sentí su preocupación en su voz, pero lo tranquilicé diciéndole que por mí lado jamás habrá una propuesta inmoral, mucho menos ilegal.
Duré 80 días en el cargo, el ministro con quien trabajé se fugó a Venezuela y el presidente que apoyé terminó preso por corrupción. Pero a mí nadie me acusó de nada, ni firmé nada que me haya puesto en jaque. Sin embargo, quedó impregnado en la retina de algún hombre derecho, bruto y achorado, de que yo apoyé a un 'gobierno comunista', y por extensión terminé siendo terruqueado hasta hoy que mi CV siempre queda a mitad de camino de cualquier selección laboral.


El año que se fue, el 2023, con él se fueron también algunos amigos. Unos en cuerpo y alma y otros en presencia física.
Mi banda, Los Viejitos de Barrón, tuvo una crisis existencial, ya que se murió nuestro baterista, Elmer 'el batero loco'. Un tío bastante querido que se había quedado sin banda tras la muerte de Ronieco. Por lo que lo convocamos a tocar y los ensayos siempre fueron gloriosos. Dos meses antes que muera, nos presentamos en Tierra Baldía de Miraflores y la rompimos en un festival de poesía. Luego se puso mal y se nos fue.
No era el primer baterista que se nos moría. Ya había tocado 'el chino rata' con nosotros, aunque fue despedido por querer agredirme sobre el escenario. Tenía problemas de control de ira y el consumo de aguardiente a granel en una bolsita de plático lo volvía más loco.
Antes del 'chino rata', estuvo Rombero, que fue quien fundó la banda junto conmigo y mi primo Frejolito Lingán. Pero Rombero conoció a una chica por chat y resultó que ella era irlandesa. Entonces Rombero se fue hasta Dublín y se aseguró pidiendo la mano apenas aterrizó. Cuando volvió a Lima, hicimos una gira a Chimbote para presentar su libro sobre el poeta Luis Hernández, La armonía de H, y mi libro Barrunto.
Ese viaje fue inolvidable porque nos recibió un editor que ya falleció, un loco lindo que nos llevó a comer el mejor cebiche del Perú en Chimbote antiguo, y luego nos llevó a un burdel a tomar cervezas.
El tres cabezas era el lugar donde María Arguedas olvidaba la depresión. Un mítico chongo provinciano donde José María olvidaba por ratos sus ganas de matarse. Eso lo escribió en el libro Zorro de arriba y zorro de abajo, con el cual dio fin a su carrera y a su existencia.
Al volver de Chimbote, Rombero se fue a vivir a Irlanda y se hizo músico de jazz. De cuando en vez volvía a Lima y destrozábamos cualquier sala de ensayo o concierto subte al que nos invitaban. Luego regresaba a su vida en Dublín. El año pasado estuvo en el estreno teatral de Barrunto, pero llegó tan ebrio de un almuerzo que se quedó dormino en la función apenas apagaron las luces. Peor aún, se puso a roncar y lo tuvieron que sacar. Al rato cuando se le pasó la borrachera quería volver a entrar y hasta le dieron diablos azules. Pero la función ya había terminado.
Apenas murió nuestro 'batero loco', Elmer, el chato Pelvis también desapareció. Aunque no estaba muerto, había estado de parranda y por eso le dio un infarto cerebral. Los médicos lo guardaron dos meses y al salir tenía un nuevo libro en carpeta: El escritor de los buses.
El chato Pelvis se consolidó gracias a la nueva sobriedad que le habían impuesto los médicos, se había vuelto al cristianismo y comenzó a trabajar en un canal de televisión con muchos seguidores. Su libro lo presentamos en un mirabus con brindis de pisco de papa nativa. Y luego nos fuimos a Ayacucho a presentarlo. No nos habían invitado formalmente, pero la oportunidad fue aprovechada para visitar todos los medios de comunicación de Ayacucho, mientras los invitados a la feria del libro se quedaban encerrados en sus habitaciones leyendo, nosotros hicimos prensa y llenamos las presentaciones que nos tocó. El organizador nos agradeció todo lo que habían hecho y nos invitó un helado donofrio que no acepté porque justo había visto en la plaza de armas unas mamachitas que hacían helado artesanal y estaban más ricos. Justo en Ayacucho estaba el Waro trabajando, que también ha sido manager de Los Viejitos de Barrón, y cenamos con una botella de macerado los tres. En medio de la alegría escuché un estribillo de huayno: "desde lejos he venido, desde lejos he venido" y creamos a capela (completamos) la canción del escritor de los buses. Desde lejos he venido para hablarte de mis libros. Mandarina, mandarina, mandarina de algodón. Si tú me compras un libro te regalo esta canción. Negrito de las montañas, negrito de las montañas, con su caperucita verde, con su caperucita verde. Me dicen que tú has venido, desde la selva volando, desde la selva volando. Con la caspita del inca. Con la caspita del inca. ¡¡¡Wifala, Wifala!!!
Ya de regreso de Ayacucho, el chato Pelvis dijo que tenía una propuesta para ir a México. Entonces llegó diciembre y se fue con su hija y su mujer a la tierra de los tacos, pero luego se pasó al otro lado a comer hamburguesas para escribir una nueva historia en su vida. Que al final marca la vida de la gente a su alrededor.