lunes, junio 19, 2023

viernes, junio 16, 2023

CON EL CENTRO IQUEÑO EN EL CLUB EL BOSQUE



Ahora que iba en taxi en víspera del día del padre, estaba tranquilo porque al menos pude cobrar una platica y me fui a comprar los vinos para el domingo. Hace tiempo que no pongo nada, soy consciente. Pero no pierdo la esperanza que algún día llueva la buena suerte en lloviznita. El taxista me dice no puede ser que existan los hijos bastardos que odian a sus padres. Me dijo, llamé a mi hijo y le pregunté: qué me vas a regalar por el día del padre. Preguntó inocente el taxista separado ya hace diez años, con nuevo compromiso reencaminado en la felicidad. Pero su hijo de catorce, díscolo y mentalmente parricida, le dice: que te lo compre tu mujer. Y le cuelga. El taxista me escupe su furia y le digo tranquilo. Todo pasa. Me pasó a mí que amamanté odio por años hacia mi papá. Tenía ese chip insertado que querer matarlo algún día como muestra de supremacía. De justicia frente al abandono. Tranquilo le digo, en dos años querrá ir a la universidad y entenderá el sentido. 
Yo lo entendí con las resacas. O los diablos azules. Mierda, pensaba desorbitado cuando la cagaba con alcohol: me parezco a mi padre. Es más, me parezco a lo peor de mi padre. Entonces comencé a aceptar que había heredado sus malas borracheras y su carácter explosivo. Y me comenzó a caer mejor, lo comencé a entender.
El inicio de la separación era los sábados, en que mi padre iba a jugar fulbito. Nos íbamos temprano y no volvíamos más. Nos quedabamos para la pichanga y la tertulia que se extendía hasta la noche, que podía acabar en malos entendidos. A mi viejo lo apodaron Harry El Sucio, porque era ciego y pateaba pelota y hueso. Asi se hizo famos de carnicero en el mundialito del porvenir porque lo barrió a Cubillas y el nene no volvió a salir. Y en el colegio aplicaba son anestecia. Cuando ellos, los papás, jugaban, en la otra cancha jugábamos los chicos, y estaban los reynas, los rey, estaba Coné, los Heraud, los Aguilar y los Garrido. Y un chiquito que parecía minusválido por lo chueco. Era Marko Cciurlizza, que luego triunfó en el fútbol.
Era épocas en que jugábamos en loza y hasta que la luz natural dé. Ni comíamos y al volver, el drama de la separación.
Por eso cuando mi papá se fue de casa, comenzamos a domesticar un odio animalcontra él. A pesar que cumplía, o a veces no. También hay que tomar en cuenta que era la época de Alan García, cuya prepotencia política nos llevó a ser un estado muy parecido a lo que ahora es Venezuela de Nicolás Maduro. Y las colas por todo eran un drama. Por pan, el pan popular todavia. Por la visa a los Estados Unidos. A mi papá le iba bien, incluso a su nueva pareja le puso una boutique, un proyecto que había hecho antes con mi mamá. Y eventualmente, cuando nos faltaba vestimenta, nos llevaba a la boutique de su pareja para llenar el closet. Yo siempre tuve rechazo a esas muestras, ni de mi papá ni de nadie. Nunca he podido aceptar dádivas, ni reconocimientos. Me afectan el autoestima. Una vez iba a la universidad Católica y el antropólogo a quien tenía que entrevistar me dijo que yo era una leyenda por mi libro Barrunto. Y me sentí como que ya era un fantasma. Una leyenda, algo que tal vez no existió. Pero yo estaba ahí, preguntando, jodiendo con mi micrófono. Pero tal vez ya no era alguien. No era nada. Un nadies. 
Los sábados, cuando mi papá nos recogía, era el día del desenfreno, donde podíamos hacer lo que sea, mal criarnos a nuestras anchas. Y amábamos esos momentos, entonces al regreso cuando volvíamos a la casa, ya no era tan divertido. Era una lucha que se iba dando cada fin de semana. Mi hermano Rafo y yo jugábamos en el Centro Iqueño, entrenábamos duro en el club Germania y ya habíamos tenido partidos en el campeonato de la AFIN. El Iqueño tenía una camiseta rara, partida a la mitad por el color negro y el blanco. Como es la camiseta del Newells. Un equipo glorioso. Eramos los calichines del Iqueño. Yo era arquero, categoría 76. Ahí comencé a vivir el fracaso. Cada partido era una tortura, porque venía el Cantolao B con Cuto Guadalupe. Venía el Zúñiga con el payaso que le rompió la rodilla al chino Perata. Venía el Cantolao A con Patsías, Renzo Abrahan y Miguel Rebosio, y nos metían diez, doce goles. Y yo me comía la mitad. Salía del campo avergonzado. Mi viejo ni me miraba. Seguía chupando nomás. Igual hijo, son golpes de la vida. 
Una vez, en el club Germania, con el Iqueño le empatamos al Zúñiga. Cero cero, arco invicto y yo de héroe. La jugada fue la misma siempre, saque de meta, y al extremo derecho, de marcador, estaba el negro Soriano, se la pasaba y él me la devolvía. Y así estuvimos todo el partido, haciendo hora. Pero funcionó porque empatamos y me cargaron en hombros. Fui el héroe. Después de tantas derrotas alguna vez me habría tocado ser el triunfador. Gracias a la trafa que hacíamos con Soriano de pasárnosla tocando el balón haciendo tiempo. Lo logramos. El Zúñiga era un equipo bravo, venían con sus mamás, con bombo, pifeaban al rival, te amedrentaban. Mi papá iba a vernos jugar, pero los resultados nunca salían bien. Al menos nos ayudaba a fortalecer un lazo de ánimo. Ya hijo, la próxima va a estar bien. Conchesumare, si me fuera a probar a la Tito Drago. Tamadre. Vivíamos años de frustración por Alan, por el terrorismo, por la corrupción que en ese entonces no se clarificaba como ahora lo es un cáncer maligno para todos. Y la frustración de la separación. 
Antes de que mi viejo se vaya de casa, salía raudo por las mañanas, bajaba las escaleras como un caballo, tomaba desayuno rápido y se iba. No volvía hasta la madrugada. Esa salida caballezca siempre me pareció que se parecía al gol de Maradona a los ingleses. Así tal cual esquivaba rivales el diez, mi papá salía a comerse el mundo. Mi papá era Maradona, gordito, altanero y ganador. 
Con el Iqueño fuimos a un campeonato relámpago en el Club El Bosque. Una cancha chica, con arcos que no eran a los que estaba acostumbrado a tapar, que eran inmensos que me entraban los goles por todos lados. Esta cancha, más bien, era pequeña, como para fútbol ocho. Y los arcos, chicos, como para fulbito. Llegamos a la semifinal y nos tocó penales. Yo fui la estrella y tapé un penal que nos llevó a la final. Me levantaron en hombros, ganador. Vamos Iqueño, vamos. La final con Cantolao B, el Cuto hizo dos goles. Y en el verano, en la copa de la amistad el condor Mendoza nos humilló con un cinco cero y me voló una muela de un pelotazo. Hecho que me sacó del partido y no terminé de comerme la humillación.

El fútbol em curtió de fracaso, me hizo duro frente a la derrota y hábil para salir adelante de abajo. Ese campeonato relámpago en el Club El Bosque, la final se dio como a las tres de la tarde, pero nos quedamos hasta la noche, porque estaba mi tío el Ciego Borda, gran amigo de mi papá y nos dio su búngalo, y fuimos ganadores una sola vez. Todos juntos. Haciendo familia aunque a la vuelta me esperaba una inyección de odio.