miércoles, octubre 27, 2004

Testimonio de un lápiz antes de ser desecho

Usted va pensar que estoy loco, señor. Pero disculpe usted si ataranto su lógica estructural. Las hojas cuadriculadas me producen jaqueca. Por eso es que vale la pena objetarle el hecho de utilizar esa horrorosa manta matemática, para acoplarnos a la blancura infinita del bond de ciento veinte gramos. Las yemas de mis dedos se lo agradecerán, estimado señor. Venga, que le voy a contar lo que me pasó.

Verá usted, señor. Yo no era como me ve ahora. No, señor, cómo cree que pudiera tener semejante fealdad de manera perpetua. Señor, yo le cuento, fue el tajador quien mejoró mi sonrisa. Porque la mía era una cara de lamento cuando pasó el accidente que me ocurrió, señor.

Yo iba deslizando mi carbón sulfatado por el bond. Siempre había querido ser surfista pero ya pues, señor, aquí me tiene de lápiz de tercera edad escribiendo para terceras personas. Entonces como que el deslizarme por el bond hizo que mi pasión por la tabla se vea compensada. Yo señor, que andaba bailando en zig-zag por el papel limpio, creando poesía de alta calidad, gustoso de mi vida íntima haciendo mías las lágrimas de quienes plasmaron su verso lacrimógeno por mi cuerpo de madera respingada.

El día aquel que le quiero contar, señor, data ya de hace unos años. Como le decía, andaba bailando palabras hermosas por el papel: deutoronomios, acemípalos, terecoideos, anitimotina, nefelibatas, pluscuamperfectos hidrocarburados, mentecatas comestibles. Toda una delicia de creatividad en que me hallaba profuso, sumergido en mí. Toda esa felicidad corría en mí, señor, hasta que el accidente me sacó del papel.

No recuerdo bien si fue un resbalón el que me sacó del camino. O fue mi sesgo de vida. Ese sesgo que le da la poesía a quienes ríen demasiado. La tiranía del verso, que le dicen. De la frase. De la palabra. La tiranía de la locura, señor, imagínese. La locura rompió mi puntiaguda nariz. La palabra quedó incompleta, la voz fracturada. Solo se oía mi grito de dolor.

Sacarme más punta sería soltar la guillotina en mí, consultó el escribano. No había más que mi voz de lamento, señor. Suplicaba, si quiera, terminar el poema, no ceder a la vejez, al olvido del ser humano. Yo, heredero de la pluma con tinta con la que se escribió el primer Quijote. Yo, abuelo del bolígrafo que inundó Hollywood con sus estrellas. Yo, el precursor del pincel fino que parió el lienzo.

Y me descarrilé por completo...

Primero fui a dar a una fosa común. Hice amigos, sí, algunos con la misma edad que yo. Algunos con los mismos dolores, los mismos traumas. Jamás me había dado cuenta que mientras yo versaba, habían compatriotas míos que se dedicaban al dibujo, al color, al movimiento de las figuras. ¡estaba en otra vida!

Negarme a ser tajado fue también renunciar a mi propia obra. Igual le pasó al lápiz rojo, que después del exilio se hizo amigo mío. Quién diría, me dijo. Jamás iba pensar ser amigo de un “rojo”. Pero ya ve usted, señor, todo se paga esta vida.

Luego de la fosa, señor, no tuve otra que huir. Entonces acordé con otros compañeros mutilados que bien podíamos salir del agujero a donde nos habían metido sin consulta alguna, que la revolución es posible. Que el poder real está en nosotros mismos. Que viva el Che, viva Neruda. ¡Viva la revolución!

Y nos unimos.

De nada sirvió, señor. Aquí me tiene usted. Recogido de un tacho de basura. Revindicado por usted, dándome la oportunidad de decir que sí, que aún puedo ser el de antes. Deme tan sólo una hoja bond de ciento veinte gramos y le explico.

Aquí un ejemplo: descuajeringamiento rocanrolerizado para niños insulínos con síndrome de incontinencia verbal. ¿Usted qué dice?