jueves, septiembre 15, 2005

MUERTO A LA POEMANTINA

Cuento para niños que sueñan demasiado

O a lo mejor sí, como dice la gente, ya perdí la razón por completo. ¿Y por eso he de llamarme loco? Aceptar que todo el mundo está en un completo error sería darle la contra a mi generación.
Esto que te voy a decir, te lo voy a decir, no porque quiera ahuyentar tus esperanzas de llegar a la edad que tengo yo ahora. Niño, yo quiero que seas el mejor del mundo. No sabes cuánto lo deseo. Que seas grande, sano. Feliz. Por eso es que te voy a contar todo lo que me ha pasado hoy durante el día. Porque sé que te servirá para el futuro que tendrás en este país en donde hemos nacido.
Ya sabes que aunque te digan que soy famoso, que soy artista y que ando siempre rodeado de chicos guapos, en realidad llevo un fracaso continuado de muchos años. Muchos años que sigo siendo el mismo niño que tú y persisto en mi propia inocencia.
En la mañana salí a vender como vende toda la gente de este país en esta época de crisis. Tenía que tomar una combi y pulsear una china para llegar. Menos mal estaba el cobrador de buen humor porque sino, niño, estiraba la bemba enojado. Llegué a donde tenía que llegar. Puntual. Yo nunca he vendido nada en mi vida. Cuando yo tenía tu edad, una vez vendí todos mis juguetes por un sol. Con un sol podía comprarme cuatro chupetines. Negocio redondo, dije. Cuando mi mamá se dio cuenta enfureció. Entonces se lo contó a mi papá y me hizo ésto que tengo aquí en la ceja. Al final, recuperamos los juguetes. De hecho, los vecinos comprendieron claramente que en mí había un mecenas.
El dueño, a quien le tenía que chantar el negocio de esta mañana, salió a recibirme. Tuve que escucharlo una hora y media. Yo no dije una palabra. Sí, señor. Ajá, señor. Okay, señor. Para cuando me pidió que hablara, nomás pude decirle: señor, usted es el mejor de todos. Y sus ojos brillaron. ¿Cuánto?, preguntó desesperado, sacando la chequera. ¡Niño, mi primer negocio en treinta años!
Salí corriendo de su oficina. Hacía frío y de mi boca salía humo blanco. Subí a la primera combi que pasó y me senté. Al lado mío estaba un cholo feo de mi edad. Tenía bigote y se estaba sacando los mocos con los dedos. El índice estaba clavado en uno de sus huequitos. Así, así. El cholo se rascaba la nariz y con sus dedos disparaba hacia la ventana, clavando los mocos en la luna. Voltee para revisar el cheque y el contrato. La firma, los montos. Increíble para mí. Yo, que soy un pobre loco, que se me dice fracasado, había hecho un negocio. En eso fue que sentí que algo cayó en mi rodilla. Era algo blanco. Parecía un arrocito. Miré al cholo y el cholo me miraba asustado. Miré mi pantalón. Lo miré al cholo, de nuevo. Él me miró, también. Respiré hondo. No pasa nada, aquí no pasa nada, recé. El cholo se quedó estático. Yo era más grande que él. Lo miré con cara de malo y con el boleto saqué su moco de mi pantalón. Voló por la combi. Miré otra vez al cholo y el cholo había cerrado los ojos. Se estaba haciendo el dormido. Cholo. Cholo tenías que ser.
Seguimos viajando. A la hora llegamos al paradero de mi trabajo. El cholo siguió durmiendo. Ya se me habían pasado las náuseas. Bajé pensando que pude haber matado a ese cholo y hubiera sido lo justo. Pero, ¿ves, niño? Ser estrella del rock es también tener que evitar líos. Yo soy estrella porque brillo. Pero no sé hasta cuándo, porque iba caminando hasta la oficina con lentes oscuros. Tan oscuros que no veo a la gente pasar. Son bamba. Bonitos, pero bambas. Llegué y antes de entrar me mandaron a trabajar a la calle. El Mega Plaza nuevo, una encuesta al público. Estás viejo, me iba gritando el jefe. Estás viejo. Niño, estás viejo ya, me dije: a trabajar. Entonces fuimos a grabar con la cámara un rato. Había gente bonita que nos sonreía y nos coqueteaban. Al rato llegó un guachimán para decirnos que no podíamos trabajar ahí. Es una propiedad privada. Forcejeamos, insultamos. A mí me dejaron un moretón en la canilla. Pero a la cámara nada. Está entera y funcionando. Nos botaron del lugar. Diez metros fuera de la pista y nos soltaron. La gente nos abucheó. Dijeron que nosotros siempre malogramos el país. Que lo único que sabemos hacer es envenenar a la gente. Niño, ¿acaso te estoy haciendo tanto daño con esto que te digo aquí?
Antes de volver a la oficina entramos al supermercado. Íbamos a comprar gaseosa cuando vimos salir al Cardenal. El Cardenal puede ser malo pero es el Cardenal. Tenía su manada de negros que lo cuidaban. Parecía rodeado de perros amarrados, con bozales. La gente se le acercaba y el Cardenal repetía cruces con su mano. Dios los bendiga. Y había tanta gente que hasta se hizo una cola. Y cada uno recibía la bendición del señor. Entonces cuando llegó mi turno, le estreché la mano. Cardenal, soy Juan. Y el Cardenal me dijo: Juan, Dios te bendiga, hijo. Yo lo bendigo, padre, respondí. De más fue que haya sacado las gafas porque no lo pude mirar a los ojos. Pero me fui cargado de algo que ahora, niño, hace que sonrías con mis gracias hechas de papel.