sábado, agosto 13, 2011

La señora de rojo de la Bodega Loretana


Foto: Arianna Castañeda, 2005.


Escribo esto intentando liberarme del miedo que me carcome por la historia de la bodega Loretana, que regentó mi primo Miki desde la muerte de mi tía Lupe Sandoval, quien antes regentó apenas murió mi abuelo Rafael fundador de la bodega hace 55 años. La tienda fue un emblema para toda la familia, pero una maldición para los administradores. Aún así, los años le han dado prestigio y respeto.
Los mitos urbanos que se han creado alrededor de la bodega también son incontables. Es conocido de meses antes de morir, mi abuelo y después mi tía, los clientes eran sacados de la bodega espantados de alguna manera. Dicen que mi abuelo comenzó a servir, junto al tacacho con cecina, pedazos de gatos fritos que dejaba cuidadosamente con las patitas colgando en el plato. Luego, ponía las patas entre los platitos de zarza de ají y los mandaba a las mesas con tanta risa pendenciera que parecía un adolescente maldito.
La gente comenzó a pasarse la voz y pronto la bodega se vino abajo. No había cómo mantenerla hasta que el abuelo nos dejó y se llevó consigo el cáncer al hígado. Al tiempo, cuando la gente se fue enterando de que el abuelo se había muerto, volvieron a disfrutar de la comida de la selva y el trago. 
Mi tía Lupe se puso la bodega a la espalda y creó una nueva identidad. Comenzó a aparecer en TV y periódicos donde difundía la receta secreta del mejor juane del Perú. La Loretana se convirtió, otra vez más, en un lugar floreciente, donde se podía escuchar música de Andrecito Vargas y su flauta sicodélica. La gente bebía hasta altas horas de la noche y mi primo Miki se fue convirtiendo en el dueño de aquellas faenas en medio de la oscuridad y el volumen alto. Luego se hizo experto preparando el RC y creó una fórmula secreta de caña para que quedara mucho más reacción afrodisíaca. La gente acudía a partir de las seis de la tarde, hora en que mi tía dejaba la tienda y subía a su casa, mientras que su hijo Miki entraba y armaba tremendos bacanales que atraían cada vez más público, incluso policías que venían a controlar el alboroto y también recibir su comisión por permitirles el fiestón.
Al igual que mi abuelo, mi tía comenzó a reflejar su cáncer por los constantes escupitajos que lanzaba al suelo. Eran flemosos y quedaban pegados en el piso, ella decía que era una gripe mal curada. Pero luego la cosa se puso peor y tuvo que dejarle un poco más de responsabilidad a Miki en la tienda. Ella abría la tienda y se quedaba hasta la una de la tarde, hora en que su hijo se levantaba diariamente, luego de noches intensas. 
Cuando la enfermedad se hizo manifiesta, el humor de mi tía se fue poniendo a tono. Escupía cada vez más y, dándole la contra a los doctores, bebía tanganazos de RC que la tenía en placentera nube durante sus horas de trabajo. Pero la muerte fue acechando, y los clientes también lo fueron notando, porque además de largarlos cuando cuestionaban los productos, cada vez más descuidados, que traía de la selva. Hasta que los platos de juane comenzaron a servirse en descomposición.
La gente comenzó a pasarse la voz. La tía estaba volviéndose una demente y muchos especulaban que era por el RC. Incluso una vez, antes de comenzar a servir el típico gato frito con los que pedían tacacho con cecina y zarza de ají, una banda de ladrones intentó robar la bodega. Mal cálculo dieron que solo se pudieron llevar unos juanes malogrados y veinte soles. Mi tía, que también era aficionada a los conjuros, lanzó unas cuantas peroratas que dejaron a los ladrones pasmados, luego asustados y terminaron pidiendo perdón. 
El día que murió mi tía, le pidió a Miki que cierre la tienda temprano. Ella quería salir a un té de tías y se había puesto un vestido rojo. Pero tuvieron que llevarla al hospital, a emergencias, y mientras Miki la cargaba, sintió que su cuerpo entraba en un terremoto. Se la llevó un ataque al corazón, pero también se llevó el corazón de su hijo Miki, que nunca dejó de contar la historia de la muerte de su madre, de cómo sintió ese ataque cardiaco y vio cómo sus ojos se agrandaban y se quedaban como impactados.
Mi primo Miki se hizo un solitario bodeguero dueño de la noche. Bebía tanto RC como sus clientes y muchas veces las fiestas terminaban en broncas que terminaban siendo más costosas que la venta del día. Y la tienda volvió a sus crisis.
Una noche, un grupo de chicas bebieron RC toda la tarde. Antes de irse, entregaron un billete de cien soles para pagar la cuenta. Mi primo tuvo que irse al grifo a cambiar el dinero, pero era desconfiado, echó llave a la reja de la bodega y se fue. 
Al volver, las chicas estaban enloquecidas, golpeando la reja e intentando salir de la Loretana. Miki quitó el candado y las chicas huyeron del lugar, ni siquiera recogieron el vuelto de la cuenta.
A los días, llegaron unos tipos que decían ser los novios de las chicas “embrujadas”.
Cuando Miki se fue al grifo, según contaron las chicas al psiquiatra que tuvieron que contratar, una mujer de vestido rojo entró a la bodega y, escupiendo, les grito que se largaran de su casa.
Las chicas no volvieron más y mi primo, que también ya suelta sus primeros pollos contra el suelo, vende el RC al por mayor, y su fórmula secreta para preparar el trago afrodisíaco acaba de ser prohibido por el Ministerio de Salud, cosa que ha hecho incrementar su consumo en la bodega Loretana.