Testimonio de viaje al VRAEM, zona que se dice está regentada por el narcoterrorismo. Donde el clan Quispe-Palomino hace lo que quiere desde el monte. Pero hallamos una ciudad llena de gente maravillosa, hospitalaria y sobre todo, que comparten un verdadero amor por lo nuestro.
Madrugada. El baterista Toño Zamora tenía un amigo policía que acababa de participar en una requisa antidrogas. Como obsequio le había dado a Toño una roca de cocaína pura del tamaño de un limón.
Toño había estado cinco días encerrado en un hostal inhalando hasta sangrar. Entonces me llamo por teléfono y nos juntamos por un par de cervezas. Ya eran las tres de la mañana y en el bar de Barranco la juerga estaba en su máxima expresión. Hasta que recibí la llamada del Técnico Santa María, que me confirmaba mi vuelo hacia el VRAEM, algo que había estado negociando por meses con los militares, con la condición de que me llamarían en cualquier momento, y que tenía que estar dispuesto a viajar a cualquier hora, cualquier día, en cualquier circunstancia. El Técnico Santa María me dijo que el avión salía en dos horas. No tuve otra que esperar en el bar un rato, recoger mis cosas y partir al grupo aéreo N 8.
-Ojalá que me toque ventana- le dije al comandante. Pero el comandante se comenzó a reír cachosamente y llamó al teniente y al coronel y les dijo que yo pensaba que iba a ir en ventana. Todos se cagaron de risa de mi ignorancia.
El avión Hércules es algo parecido a un “peque peque”, esos barcos de transporte que hay en el Amazonas. El ruido que hacía el avión era insoportable como el de un megacamión. Me reventó los oídos y la nariz no me paraba de chorrear el moco de la mala noche.
Un general, que se sentaba al lado mío me dijo: “y eso que no has subido al Antonov”. Llegamos a Mazamari, donde bajaron algunos soldados. Un avión de las fuerzas armadas es la máxima expresión de una combi asesina. Luego, el helicóptero hacia Pichari.
Yo todavía no había asimilado toda la droga que Toño me había invitado. Mientras volaba en el helicóptero, pasando suavemente por la selva de árboles, por un momento pensé que lo que veía hacia abajo era una ensalada de brócolis con millones de puntos verdes. Y luego una serpiente: el río Apurímac… hermoso.
Comencé a hablar con la gente local. Les preguntaba por los “tucos”. Me decían que no pasaba nada. Que todo era tranquilo en la ciudad. Les pregunto por los monumentos casi absurdos que adornan el centro de Pichari: Culto al Inca, monumentos gigantes visiblemente subvaluados, culto a la hoja de coca, Monumento a las matadorcitas, a los mundialistas del setenta y Monumento al Campesino. Grandes obras construidas en los últimos años producto del canon minero que reciben. Según fuentes militares y trascendidos de la prensa, Pichari recibe 150 millones de soles producto del gas de Camisea. Para hacer una comparación simple, Miraflores, uno de los distritos más exclusivos del Perú, genera ingresos por 45 millones de soles. La diferencia está en que el distrito limeño posee la totalidad de su geografía con pistas construidas, sistemas de saneamiento y alcantarillado. Mientras que Pichari posee solamente el 10% de su área con pistas y veredas. Lo demás es lo más parecido a un pueblo joven que se rehúsa a emerger, una ciudad que vive una penosa realidad de pobreza extrema. Las mototaxis conviven con modernas motos y camionetas doble cabina. Pregunté a los pobladores del distrito mientras caminaba por una espectacular feria gastronómica que no llamaba la mayor atención. Tanto así que pude comer una trucha frita a la leña por sólo cinco soles, con papitas cocidas. Pero antes de cualquier comida, en Pichari, una cerveza heladita.
Era día de Santa Rosa de Lima y en Pichari aparecían comparsas por las calles, gente bailando alrededor de una banda con ritmo endiablado. Para poder sentirlo adentro, me pongo al medio junto con los mayordomos y comienzo a grabar a la banda con la filmadora.
Es día de Santa Rosa y el alcalde de Pichari Edilberto Gómez Palomino nos recibe, antes de una cerveza, con un plato de arroz con adobo. Una porción generosa, diría Gastón.
Mientras como el plato, mientras me dejo corromper por su poder, el alcalde me corrobora que sí, que Pichari es uno de los distritos que más recibe en el Perú. Ni siquiera San Isidro se compara con los millones que posee este distrito cuzqueño, al igual que Echarate, igual de Quimbiri, si de Cuzco hablamos.
El alcalde me habla de sus obras públicas, del monumento a la coca en la plaza mayor. Me habla de carreteras, de saneamiento, de alcantarillado, pero me lo dice en medio de una fiesta patronal, donde dos bandas se pelean a bombazo limpio la supremacía de sus fieles. Está el grupo Revelación Filarmónica versus el grupo Huanta. Esta estridencia del folclore hace que las palabras del alcalde suenen bonitas, de esperanza.
Gana Huanta, se quedan cantando pero entonces entra otro grupo a batallar con más música. Es una orquesta andina: Los Engreídos de Ayacucho. La música es bella y anima el alma.
Primera vez que me encuentro en una ciudad tropical andina. Parece un clima tarapotino, pero con ashaninkas caminando por las calles vistiendo sus mantos marrones. La gente baila en las calles, no hay pistas y la tierra se levanta como un huracán. Es la alegría de su gente. Ahora canta Amanda Ramírez ya con un ritmo más modernizado, con teclado, con polleras. El alcalde se pierde entre su gente que lo aclama, lo abraza, le pasan una chela, se sirve poco, se guarda porque la jornada es larga y más tarde habrá corrida de toros.
Lo dejamos a Edilberto Gómez Palomino bailando en su ronda diabla. Entonces nos fuimos a la plaza de toros que aún no terminaban de armar y los carpinteros enloquecidos martillaban cada vez más rápido. La gente iba ocupando lo que ya estaba construido enclenquemente, tambaleante. El matador de toros más conocido como “el carnicero de Huanta” había prometido matar uno. La gente esperaba ansiosa su promesa. Aunque también esperaban la comicidad.
Gente linda, calurosa, la capital de la hospitalidad, reza en un cartel de bienvenida. Pero no sé en cuántas ciudades leí la misma oración.
Sale el toro, la gente se desilusiona porque el toro no tiene cachos, a lo mucho tiene dos palitos de fósforos, gritan. La Chilindrina se puso en cuatro esperando que el toro la empuje. La chela está caliente pero igual se vende en cantidades ansiosas. Los milicos, la policía, los marinos y los faps merodean, me hace recordar a La Habana donde en cada esquina puedes encontrar militares de la revolución. Pero también podías caminar con tu habano y tu chata de ron en la mano. Una ambigua libertada. Le pregunto a Celestino Huarcaya, de sesenta y nueve años, natural de Pichari, si hay “terrucos” en la ciudad. Me dice que nunca han habido. Tajante, casi incrédulo. “Terrucos hay en el monte”. Vengan a Pichari, les va a gustar, nos invita a todo el Perú. Yo le digo a él –y también al alcalde en su momento- que Pichari es una ciudad hermosa. El alcalde me dice que sí, que Pichari tiene más de quince cataratas preciosas, las cuales no tienen acceso.
Para darse una idea de lo complicado que es llegar a Pichari, podré contarles que cometí el error de pensar que iba a encontrar un cajero BCP, que es la marca que más suena en mi cabeza si de bancos se trata. Pero cada vez que preguntaba por un cajero, la gente me decía que sí, que sí había y que estaba en la plaza. Pero en la plaza no había nada más que un Banco de la Nación. Todos me decían que sí habían cajeros, pero sólo había ese. Hasta que caí en la cuenta que sólo conocían ese banco prehistórico. Así que me quedé misio rápidamente. Me comí un tacacho con cecina en el restaurante Anaconda, en el distrito de Sivia, lugar a donde solo se puede llegar en canoa, incluso las camionetas tienen que transportarse de un lado a otro del Apurímac. Allí un plato de comida me costó 25 soles, sin boleta ni ruc. Platita pura, papá, como pagan los narcos.
Porque aquí donde estamos o sonríes o te hacen sonreír con una pistola. Vamos por trochas estrechas y llegamos a la comunidad de Anaro, en el distrito de Jampatuari. Nos reciben unos niños ashaninkas a los cuales interrumpimos su partido de fútbol con nuestras camionetas y el armamento de los soldados del ejército.
El Coronel Sosa, Capitán de Navío, me dice que este distrito es el más peligroso de la zona. El Comandante Valdez lo desmiente, que todo está tranquilo. Entonces yo le pregunto a los dos si cuando vinimos, el helicóptero desde Mazamari hasta Pichari, no existió la posibilidad de ser baleados desde el monte. Ambos me dicen que sí, pero las zonas peligrosas ya están focalizadas. Pero igual existe la posibilidad de ser interceptados. Entonces ¿cómo llegar al paraíso del Perú si no es flanqueado por los militares?
El problema es que los Quispe-Palomino se han vuelto los reyes de la zona y se les vincula al terrorismo, y sólo son unos delincuentes comunes, según César Díaz, Comandante General del VRAEM. Hay muchas familias involucradas en la cadena productiva del narcotráfico. ¿Cómo hablar de erradicación si el proceso de producción de droga es prácticamente un deporte en Pichari?
Lo veo al Comandante General en short, polo y botas, en su oficina con internet y yo llevo debajo del chaleco de periodista una camisa manga larga que más se conecta con el cielo gris de Lima. Tristeza cojuda. Y aquí todo es alegría, confianza. Valentía. Desde el desayuno dan ganas de tomarse una chela. Si la gente dice que esta ciudad es peligros es porque no se atreven a conocer nuestro verdadero país. Un lugar donde la sonrisa es una práctica común. Donde la luna llena baila huayno con la gente al son de centenares de cajas de cerveza. Porque aquí, en mi Perú, en Pichari, donde se dice que la violencia impera, la amistad tiene el color de una trucha frita a la leña. Tiene el color de hermosos ríos que en el futuro ofrecerán energía al continente. Gente maravillosa que dan ganas de morir de sudor. Desde aquí veo más bonito el Perú. Como canta La Mente: de colores, de colores. De colores.