El
partido de fútbol iba a ser televisado por cable como a las cinco y media de la
tarde. Fue por eso que tomé mis precauciones respectivas para poder estar dos
horas antes caminando por las calles de Pueblo Libre dirigiéndome ansioso a la
bodega de “Orejas”, donde habíamos acordado ver el encuentro bajo el relajo de
la cerveza helada, pues aún no terminaba el verano y Alianza Lima se jugaba la
clasificación a la segunda ronda de la copa.
Por
ese entonces, salirme del trabajo no era tan difícil. Nomás tenía que caminar
con disimulo hasta la puerta y decirle al portero una que otra mentira. Al fin
y al cabo, a la seguridad le importaba poco que los profesores se escapen de la
universidad: “nosotros estamos para controlar a los alumnos”, decían los
guachis de manera repetida, cosa que a mí me favorecía.
Generalmente,
los días de fútbol eran días en que la facultad parecía un camposanto. El
arraigo que había por ir al estadio era tan extremo que, si había encuentro por
la noche, el decano ordenaba cerrar la facultad temprano. Entonces todos los
estudiantes –y algunos profesores también lo hacíamos- salían disparados de
todos los salones con sus camisetas puestas y empezando las arengas para el
equipo que sea. Al menos en nuestra universidad, la fiebre del fútbol se
respetaba.
Cuando
llegué a la bodega aún faltaba más de hora y media para empezar el choque, el
rival venía de ganarle a Boca Juniors por goleada, lo cual hacía presentir que
el partido iba estar algo duro. “Orejas” no estaba, le había dejado encargado
al empleado la bodega atenderme hasta que llegara. La bodega era una herencia
familiar y era conocida en todo Lima porque mantenía la imagen de las bodegas
antiguas de la ciudad: además de vender todo tipo de enceres para la cocina,
mantenían unas cuantas mesas para comer piqueos y butifarras, las cuales se
llenaban no solo los domingos por gente de tercera edad, sino también cuando
habían partidos importantes y la gente no lo pensaba dos veces a la hora de
juntarse a ver el deporte rey tomando cerveza.
Así
esperé en la bodega el partido, tomando un par de botellas heladas y viendo
cómo se iba llenando el local por gente “grone”.
Minutos
antes de que empiece la transmisión en directo, la bodega de “Orejas” estaba
abarrotada de gente. Algunos que no tenían intenciones de comprar nada, se
fueron acomodando en la puerta tratando de no estorbar el flujo de clientes.
Había una que otra arenga aprovechando que el dueño del local –quien imponía el
orden cada vez que había partido- aún seguía fuera, cosa que me pareció
extraño, pues había sido él quien me había incitado a escaparme del trabajo
para ver el partido en la bodega.
Salió
al barrio chino a hacer unas diligencias, fue lo que me dijo su empleado. Pero
no se preocupe, don Juan, que ya vendrá: ¡mi jefe es el “grone” número uno de
Lima!
En
efecto, la bodega estaba decorada con miles de imágenes donde predominada el
blanco y el azul. Había una buena cantidad de fotografías ampliadas de
veteranos futbolistas vistiendo la camiseta de Alianza: “Perico” León,
Cubillas, Sotil, algunos ya menos extraordinarios como Waldir y Jayo Legario.