viernes, junio 04, 2004

Los parquecitos de la vida

Un niño cierra los ojos y se hace grandecito. Tan grandecito que se da cuenta que las mujeres en realidad no son tan feas como se dice entre los niños de su edad. Y de la nada, sin darse cuenta, conoce una chica muy-muy bonita que tiene un lacito de regalo sobre su cabeza vacía y tiene alas de papel crepé en su espalda y también tiene una horrible cola de color rojo, como la de un diablo, que se mueve lentamente de un lado hacia otro cual serpiente por desierto. Ella le sonríe a él, y aparte de parecerle muy sincera su sonrisa, le gusta mucho estar junto a ella. Le gusta sentarse en el parque para ver caer las hojas, juntar gusanitos de la tierra mientras ella le sonríe no sólo a él sino a cuanto muchacho pasa por allí, porque ella sabe que es bonita y le gusta mucho que todos lo sepan, incluso él.
Sus miradas sólo se gustan cuando están solos, en la oscuridad de un cuarto con las persianas totalmente cerradas, sin luz. A ella le gusta mucho estar con él a solas, sólo a solas. Sabe que nadie la miraría si estuviera junto a él o cualquier otro niño inseguro y ordinario, y eso sí que sería tristeza para ella.
Él le regala un corazón vivo, palpitando. Se lo da una noche en que a ella no le interesa la tristeza de nadie y al recibirlo, sin nada de disimulo, se asquea frente al vivo corazón porque tiene sangre y a ella la sangre le parece poco higiénico. Entonces se lo devuelve como quien devuelve un corazón palpitando. Y él, para no relucir sus lágrimas, estornuda mucho y dice tener alergia a la sangre y a que estúpido se le habrá ocurrido esa fea idea de regalarle un corazón vivo a su novia.
Entonces se lo mete al bolsillo, junto a sus gusanitos de tierra y una jeringa con una pequeña porción de sueño eterno. No le vuelve a decir nada al respecto. Pero él quiere seguir fiel a la idea de quererla. No entiende por qué diablos tiene que sufrir por ella, si a él le dijeron que el amor era bonito y todo eso. De que en el amor nadie llora y que uno la debe llevar a una cargada en los brazos y esperar que la gente aplauda como si uno fuera un héroe angelical.
Y siente que el corazón ya casi ni palpita pero ya no le interesa porque tiene mucha sangre y la sangre es fea (ahora). Se da cuenta que puede vivir sin palpitar, aunque también sabe que sólo puede vivir así si es con ella a su lado. Y por ella deja los gusanos de tierra y las jeringas y hasta es capaz de darse un buen corte de cabello. Sólo sí, por estar con ella.
A ella como que le gusta un poco ser querida como él la quiere, aunque también le gusten las miradas de los otros niños. No le molesta estar al lado de él, aunque todo el mundo piense que es un niño demasiado raro. Es una vergüenza soportable.
Y le sonríe a la vida y le enseña a sonreír como sonríen los que quieren ser observados con asombro, y a veces hasta con complejo. Ambos sonríen, a ella se le mueve la cola roja lentamente, a él se le mueven los últimos gusanos que le quedan en el bolsillo, se van muriendo de a poquitos porque en los bolsillos ya no hay tierra para sobrevivir. Eso no parece importarle mucho porque está con ella y eso parece hacerlo feliz, bastante feliz.
Arriesga todo por ella, hasta sus gusanos que son lo que más quería en esta vida porque son así, como los gusanos de tierra en los parques, que te miran y te sienten cuando estás muy triste porque ella se ha ido a jugar con los niños del otro lado del parque. Y los gusanitos son tan buenos que no te dicen nada sobre tus lágrimas, sólo las escuchan caer al césped y tratan de simplemente hacerte sentir mejor. Aunque sabe que a él nunca lo harán sentir mejor.
Sufre por ella tanto que ya ni sabe que los gusanos se han puesto también tristecitos por eso de los niños del otro parque. Pero él está cegado por la roja cola de ella, la que se mueve lentamente con el viento del atardecer. Basta que ella sonría para que todo pase.
Una tarde un poco oscura, luego de ver caer las últimas hojas de la temporada, ella quiere seguir sonriendo, pero no frente a él, no frente a alguien que algún día le regaló algo tan feo como un corazón vivo. Él no quiere aceptar así de fácil, pero no le queda otra alternativa porque ella es así y él debe ser como es ella para estar a su lado siquiera una tarde más. Pero ella no lo cree así, porque un niño la está esperando en el otro parque y debe irse pronto.
El parquecito está sin hojas y los gusanos se han ido de aquí. Justo cuando él necesitaba escuchar esas cosas que lo hacen sentirse mejor, ya no existe nada sobre la tierra seca. El hombrecito queda solo con su jeringa de sueños que esta vez parece no lo hará dormir.

Lima, 1999