sábado, enero 07, 2006

edición 20

lunes, enero 02, 2006

CONFESIONES DE UN PAPEL HIGIÉNICO OLVIDADO

¿Usted cree que para mí es fácil venir hasta aquí a contarle mis miserias? ¿O acaso no se ha dado cuenta de con quién está hablando?

Mi color rosado me delata, lo sé. En mis tiempos infantes, no había cosa peor que ser negro. Y peor aún, tener que caminar por la calle mostrando esa oscura desazón. Habré conocido a más de una docena de negros en toda mi vida y jamás he rechazado el saludo de nadie, quisiera que se diga de mí que siempre fui solidario con todos mis hermanos, incluído los negros.

Ahí está la gasa del hospital, una amiga inolvidable. También recuerdo las toallas húmedas para limpiar el cutis, que andaban en amores con su médico de cabecera. Se casaron, me dijeron por ahí, como queriendo sacarme celos, pero yo sigo metido en mis desgracias y ningún doctor cura hemorroides va sacarme de mi propio juicio.

Justamente, por no acudir donde ese médico fue que me crucé con el último negro que vi en vida. Yo daba vueltas en mi propio espacio, tenía solidez tal en mi accionar que todos querían de mis servicios: bebés con "premio", niños agripados, señoras en llanto, ancianos incontinentes, perros legañosos, toda una fauna llena de ganas por darles mi alegría, mi limpieza, mi pureza.

Para ese entonces, yo me entregaba a quien me pedía. Nunca puse peros ni cuestioné para qué me usaban. Incluso, cuando fui convocado para ayudar a ese pobre negro que sufría de extreñimiento, me acerqué con las mejores intenciones. Puse mi mejilla rosada junto a su nalga de ébano, lo froté levemente y dejé que su indigestión vaya calmándose.

El pobre hombre se había olvidado decirle a su médico que la noche anterior, mientras celebraba el cumpleaños de su tía, tuvo una formidable cena: chupín de camarones como entrada, risoto de pescado y conchas de abanico como segundo, y una chirimoya de postre. Justamente, nadie le avisó al negro que las pepitas no se comían y se las terminó tragando. Entonces, nada pasó sino hasta dos días despues, que la cena no salía del estómago. Pujó un millón de veces frente a mí, sentado, con cara de compungido y dolorosamente asustado. ¿Qué me pasa?, gritaba en el baño. ¡Dios!, ¡me voy a morir!, y no dejaba el llanto.

Yo mismo tuve que atenderlo cuando cayó desamayado. sequé sus lágrimas de sangre e intenté parar la hemorragia con mis propias manos. Luego, lo acompañe hasta el consultorio, donde lo echaron un rato boca abajo, mientras le ponían los somníferos y preparaban una lavativa.

Terminada la limpieza, el pobre hombre no se pudo sentar por cuatro días. Ahí estuve yo, soportando su dolor como buen amigo que soy de la indigestión. Y como no tuve otra cosa mejor qué hacer, comencé a apuntarlo todo para venir a demostrarte que sigo vigente, que sigo firme en el baño, esperando que alguien pida por mis servicios de sanidad.