martes, mayo 22, 2007

En defensa de mi propia extinción


Para que no digas, pues, que hablo sólo de ti. Para que después no me vengas a matar con una batería de caníbales. Para que no digas después que yo ocasiono las cosas, que siempre echo a perder la vida de todos, las de mis amigos, las de mis novias, las de mis padres, la mía, la tuya, la recontratuya maldita. Para que veas que el miedo lo cargo en la sangre, fluye en las venas algo que debe ser como veneno porque estoy con ganas de abrir una zanja en mi muñeca y llenar un charco que después se haga océano. Después no digas que fui yo quien malogró el mundo, que infecté mi ciudad de tanta tristeza contenida. No digas que tuve la culpa de las cosas que cometí de puro edulcorado. Tu generación y mi generación se repudiarán como los capuleto con los montequeso. Los piwis y los páucar. Unos se acusan de frívolos, y los frívolos los acusan de poco divertidos. Para que cuando llegue el momento de sacar la cuenta, los números superen la realidad que vivimos hoy, que nos hace falta tantas cosas para poder salir del hoyo. Para que vengan a decirme que soy un mediocre y termino expulsado del paraíso burocrático. Para que mañana el orgullo pueda más que la razón. Para inventar nuevas palabras, nuevas formas de crear sonido. Para por fin y dios mediante, poder quedarme callado.

miércoles, mayo 09, 2007

Ahí donde vivo los viernes

Se me hace difícil pasar la noche en un lugar que no sea el mío, en una cama que no sea la mía, con la cantidad de almohadas que me gusta usar. Nunca he podido pasar una buena noche si no es en mi cama, en mi casa con mis sábanas, mi televisor y la radio.

Cuando me dijeron que viajaría todas las semanas, no repare lo difícil que se haría pasar una noche fuera de mi habitación. La primera vez, llegué a un hospedaje modesto de una sola estrella. Apenas abrí la puerta prendí la luz y una cucaracha salió disparada a esconderse entre las cortinas. Fue un saludo, pensé. Pasé la noche en vela hasta que me di cuenta que las cosas en las ciudades pequeñas comienzan mucho más temprano. Será que el sol toca la puerta desde la madrugada, o es la lechera que ofrece, o un tamalero, o los obreros que rompen las pistas. Todo comienza a oscuras.

A la siguiente semana, en el cuarto de a lado un par de hombres comenzaron a discutir pasado la medianoche. Como a las dos de la mañana, el intercambio se volvió más violento y las lámparas volaron. Se mentaron la madre, ambos estaban ebrios y peleaban por una plata que no lograban encontrar. Se escuchó que la cama la iban desarmando mientras el televisor había perdido la señal. Cuando llegó el cuartelero, ambos se habían trenzado a golpes, se echaban la culpa de ser tan bruto por haber perdido el dinero. Uno dijo habérselo dado mientras volvían al hospedaje. El otro negaba tajantemente la versión y sólo recordaba que habían estado en un bulín con unas nenitas que les gustaba mucho bailar salsa pegadita. Una se llamaba Nené y la otra Rita, llevaban minifaldas y el busto era un homenaje a las charcuterías del mundo. Bailaron buen tiempo hasta que cada uno se fue por su lado. Ambos aparecieron en el cuarto del hospedaje, sin dinero, sin maletas y con ganas de matarse entre ellos.

Para cuando amaneció, yo estaba dispuesto a renunciar.








La última semana que me quedé en ese hospedaje, el dueño del lugar estaba un poco alterado. No era mi culpa. Yo quise ser atento con él y se negó a rebajarme la tarifa. Él quería cobrarme un día más por demorarme tres horas en sacar mis cosas. Amenacé con no volver y me abrieron la puerta con una ramera sonrisa. Me fui al costado. Era más barato, más sucio y había que compartir el baño. Pagué el extra y obtuve una habitación con baño y televisor con cable. Me sentí contento con mi nuevo lugar, entonces salí a tomar unas copas y al volver no recordaba cuál era mi habitación. Saqué las llaves del bolsillo y traté de abrir una puerta. Una mujer soltó un grito asustado y comenzó a llamar a la policía: ¡Violador!, gritaba mientras yo entraba a mi cuarto rápidamente. Llegó un oficial y la señora dio su versión de los hechos. Ella había sentido una sombra que cargaba un puñal en sus manos. Ella tenía un novio muy celoso que había muerto hacía poco en un atentado a un banco. Ella decía que el novio venía a visitarla y le hacía el amor. Estaba en cinta y necesitaba dinero. El oficial se quedó un rato con ella, acompañándola y viendo una manera carnal para saldar favores de seguridad. Ella gimió bajito por el resto de la noche. Yo me había comprado audífonos y aprendí a convivir con la hostilidad.


Un día llegué tarde y no encontré habitación. Caminé un poco más allá y encontré a Cristina, que es muchachita, es bellísima, es inteligente y sobre todo tiene habilidad para los negocios. Estudia derecho, le explique que sufría un calvario todas las semanas que no dormía con mis peluches. Ella me ofreció su amistad y me rentó la habitación más alejada de la realidad: la del cuarto piso. Y desde ahí es que veo el mundo todas las semanas. Aunque el travesti que alquila la habitación del costado habla fuerte y se le escucha ahombrado, todas sus conversaciones giran en torno a los levantes que se dan en la plaza, a unos metros de mi hotel.


Siempre será mejor estar arriba de todo, aunque sea por unos cuantos metros de altura. Una señora me levanta con el sonido de su carretilla. Lleva frutas que recoge del mercado central y hace todo tipo de jugo. El público la espera en la esquina y pide también pan con queso, jamón y palta. Sabe cortar la palta como si fuera una naranja. Si fuera por ella, las mañanas las recibiría en galletas de soda y agua mineral.