domingo, febrero 20, 2005

Hospital García

Diez y algo, febrero, dos mil 5. Perú.

Hace más de diez días me interné en un hospital. Una mañana antes, el sistema me quitó el empleo. Realmente me estaba yendo de maravilla. Intenté rezar el rosario y me perdí en los calmantes.
No me jodan: una sala de cirugías es el purgatorio.
Apenas me dieron el primer pinchazo todo fue un viaje. Uno de dos horas y once días de dolor. Tiempo de descanso que le dicen: posoperatorio.
El paciente de a lado tenía lo mismo que yo, pero hacía diez años y doble tamaño. El otro viejo tenía várices con pinta de gangrena terminal. Mis seis desayunos fueron acompañados de las moscas que bailaban en su vendaje. Fuimos una familia, compartimos hasta el papagayo.
Salí cojeando del hospital. El auto de regreso fue una tortura.
Por el hematoma, pareciera que el doctor me vio gordo y me creyó porcino. Costura sin asco. Toda la noche esa, anduve con presión baja. Doctor Moralitos, vaya castigo.
Ayer estaba en cama mientras Alan daba un discurso por el aniversario de su partido político. Su magia se apoderó de mí y caí dormido. He recordado que cuando era niño y aún era primaria había una niña que tenía muchas amigas lindas pero tenía una amiga que su papá era presidente.
Cada vez que había fiesta, la hija de Alan rodeaba la cuadra de policías asustados. No faltaban algunos que en vez de bailar se unían y protestaban por el vaso de leche. Otra gritó Libertad y todos las siguieron; Fre-de-mo, fre-de-mo…
Me acordé de aquella fiesta porque me quedé a dormir en la casa de mi amigo. Fue la única vez que pasó, estuve a punto de morir de pena. Extrañaba mi cama. Juré nunca más salir de casa. Hasta hoy que vuelto a la máquina y estoy intentando sobrepasar el dolor de que el sistema prefiere dejarme morir en un hospital.
Me dolió más estar lejos de mi habitación que el corte de quince centímetros.
Sentí la misma pena de la casa de mi amigo.
Ahora que vi la cara del doctor Morales mientras sacaba los puntos, se parece bastante a Moralitos.
Aún no sé si con esto he pagado mi deuda de vida que le debo. Pero estoy tranquilo. Estoy en mi habitación y aquí me voy a morir. Así lo han querido.
Alan terminó el mitin y besó a su esposa que parece una quinceañera hermosa. Estar viejo y que alguien te ame es de envidiar. Yo aún tengo las vendas del viejo en mi pan y solo me acompaña la sonrisa de una enfermera que me pedía “ver la herida” diariamente.