jueves, julio 26, 2007

La Ruta del San Pedro


Todo está en la mente, decía el chamán, barba crecida, medio hippie, pelilargo y el hambre atrasado. Lo que más caracterizo a los peruanas es el hambre, remata un gringo con un español casi incomprensible, pero comprensible. En medio de una civilización huarasina totalmente aislada de la realidad, felizmente distante de aquella realidad que se llama el Perú. Una comunidad minera que respira la otredad, despierta con el sol llevando el pan más rico de la galaxia, sólo si es con mantequilla. Y los las montañas empolvadas de azúcar, heladas figuras que se van formando a lo alto de nuestra cordillera. Estamos a 3 mil 100 m .s.n.m., una belleza de lugar.

No hay mejor aperitivo que un rico soroche. Síntomas que se hacen evidentes cuando la glotonería se apodera de uno. Entonces no queda otra que expulsar los malos espíritus. Ya instalados en Los Alamos, a las afueras de Huaraz, tuvimos que soportar ayunas. La tradición decía que la sagrada planta se tenía que tomar sin nada en el cuerpo. Fuera comida, fuera licor. Fuera de acá. (¿A mí con vainas?). Nos fuimos a comer pizza, pan con chicharrón y pollo a la grasa. Nos bebimos hasta los maceteros de tres discotecas y no volvimos a casa sino hasta el amanecer, después de encontrar ese rico pan que se deshacía en las manos.

La jarra verde estaba lista desde hacía varios días. Nuestros anfitriones –extranjeros ultranaturales y posmodernos- se habían encargado de todo el preparado. El chamán, que no tomó mucho licor, pero sí comió lechón frío “porque da buena suerte”, también había dado el visto bueno para el brindis. Entonces nos embarcamos hacia Waying, un louge turístico ubicado a 3 mil 800 m .s.n.m., en las montañas puras de la Cordillera de los Andes.

Para llegar al lugar tuvimos que subir una trocha zigzagueante por hora y veinte minutos. Tiempo en que el pan se hizo un milagro. Un cooler con hielos mantenía la jarra a buen recaudo, además de muchos litros de agua, que según el chamán iban a ser necesarios para el viaje.

El louge está administrado por Alex, un arquitecto francés que declara tener su lugar totalmente liberado de las malas vibras. Es un lugar bendecido por la vida, saca pecho. Su hijo, de un año, corre por maizales mirando a millones de metros, unos puntitos que en su conjunto se denominan ciudad, la ciudad de Huaraz, allá a los lejos. Allá está el Huascarán. Aquí también está el Huascarán. Aquí también, mira. El San Pedro ha llegado. Algunos chicos comienzan a vomitar. Los demonios, dice el chamán que luego de tomar el horrible brebaje, se le ha antojado un juguito de fresa que vio en el bar del louge de Alex. Otros van mirando las montañas, otros van yendo en ascensor. La mayoría de extranjeros prefiere salir a caminar. Antes del brindis, Jack se ha puesto su mochila y se ha amarrado bien los zapatos caminantes. Listou, dice. Listos. Salud. Huákala. Abunda el Walter, el Hugo y el buitre. Todos caminan sin dirección, pero hacia las montañas, hacia la nada que en estos momentos lo es todo. El cielo se abre. Luego alguien cierra la cortina. Un chico dice llamarse Miguel. Pero a partir de ahora ha decidido que lo llamen Miki. Confiesa nunca haber tomado esto, dice ver las montañas en magenta, luego en cyan, luego en yellow. Yellow submarine. Sabe cantar. Y el eco de la naturaleza, al menos en las montañas de Huaraz, es de alta tecnología andina. Entonces Miki se fue a la punta de un dragón y se puso a cantar un tema de Depeche Mode. Tomó un poco de nubes con sus manos y cuando estuvo cerca de los nevados, se computó Tony Montana de Caracortada.


Otros fueron bajando de los elefantes que se habían quedado dormidos en nuestras narices. Una veía demonios, vestía de negro y sus ojos rebalsaban en rimel, era rockera. Quien no vomitaba era porque ya se había acostumbrado a convivir con el diablo adentro. Lo primero que uno siente cuando tomas, es la culebrítica. (¿La qué?). La culebrítica, un cosquilleo en el estómago que te hace vomitar, dice Carlos que es publicista y también le ha dado por llamarse Charly. Luego viene el tembleque. (¿El qué?). El tembleque. Y algunos se ponían a temblar, se contorsionaban y las piernas se movían solas, luego los brazos, luego todo el cuerpo como si uno estuviera epiléptico. Y todo queda en pantomima pura porque Miki piensa que todo es arte, pues algunos somos muy bailarines y otros más sibaritas, y comienza a imitar el tembleque. Sin darnos cuenta, todos estamos temblando como si tuviéramos parkinson.

El chamán pasa de un lado para otro con un pan del tamaño de un zapato. Lo va comiendo de a pocos y cada vez que se cruza con alguno de nosotros –que estamos dispersos por las montañas- pregunta: ¿Qué sientes? (No siento nada, dame un vaso más).

Estábamos en la cancha de grass aprendiendo a caminar. Alguien perdió la pelota, la pateó tan chueco que se perdió entre los maizales fucsias. Yo los veo celestes. ¿Cuáles son los maizales?

Había chaparrones que daban cosquillas cuando caían. El horizonte, la tierra, las gotas, el rocío, el río, los mosquitos, todo se veía tan digital que hasta uno podía tomar el control remoto y abrir las persianas del cielo. Las nubes se abrieron y un arco iris nos regaló una sonrisa, luego fueron saliendo más, como animalitos tímidos que quieren congeniar con el ser humano. Ocho, nueve, diez colores. Se estaba haciendo de noche. Alex tenía también una sauna al natural en forma de horno de pan gigante, fue nuestra salvación. Ahí terminamos de enloquecer. Todos metidos en un horno de pan, sin oxígeno, sin leyes que cumplir. Somos panes, multiplicadnos, como Dios manda.

El chamán ronca tan fuerte que el grupo se carcajea de sólo escucharlo. Pero las risas se hicieron mal genio cuando los ronquidos bajaron hasta su estómago y tuvimos que abandonar la sauna. Todo está en la mente, varón.