El señor Matute jamás abría temprano la tienda. Respetaba el ocio como se respeta a la mamá. Despertaba cuando el sol le tocaba la puerta con el pan aún crocante. La vida es una sola, decía en italiano antiguo. Y había que vivirla bien. No levantaba la reja metálica si no terminaba el lomo al jugo que acompañaba con siete panecillos y café con leche pura. Las dunas bailaban lentamente mientras la mañana paseaba su burocrática tradición.
La bodega era conocida por toda la ciudad. Quedaba en uno de los lados de la Plaza Mayor y a diario bajaban centenares de personas que buscaban comprar productos importados. Matute vendía todo tipo de licores, cigarrillos finos, gaseosas extranjeras y los mejores güisquis. Pero lo que más atraía clientela eran las tejas que su esposa preparaba. Ya había formado todo un menú de delicias de pecanas, guindones, ron con pasas e higos secos, que eran pedidos con meses de anticipación.
Con el tiempo, la conocida atracción por los dulces de la señora Matute se fueron reflejando en su pequeña hija de doce años. Iba integrándose a las labores comerciales del papá con curiosidad punzante. Orgulloso él, dedicaba tiempos veraniegos a beber cerveza con sus amigos, sentados en una mesa acondicionada, viendo quizás los triunfos aquellos de la selección de fútbol, mientras su esposa preparaba las tejas más deliciosas del país y sus hijos atendían la bodega con señorial cortesía.
Hecha una belleza, Doménica llegó a los dieciséis años con una jauría de pretendientes que gastaban dinerales en productos que nunca consumían, con tal de estar merodeando la bodega de don Ítalo Matute, natural de Ica y dispuesto a morir bajo el sol del desierto. Sus amigos cuidaban el local como si fuera un imperio de la importación. Gozaban de un televisor con cable exclusivo. Cada vez que había transmisión, los Matute cerraban temprano y se juntaban los amigos más cercanos a disfrutar de los encuentros. Perú tocó la gloria con una gira a Europa y los clientes jóvenes fueron invirtiendo su plata en conquistar a la bella heredera de la bodega.
Un flacucho pelilargo y ojón de apellido Consigliere, hijo de unos cocineros italianos que vendían fideos hechos a mano, apenas con una moto de motor setenta y la heladería familiar, que quedaba en frente de la Plaza, conquistó a Doménica durante una fiesta de año nuevo. El baile de moda era el perreo sandunguero, a ritmo de meneos y quiebres de cintura, el buen Facundo logró robarle de sus labios un picarón con miel.
A partir de ahí, comenzaron un noviazgo que se iniciaba a las tres de la tarde hasta las nueve, hora en que el señor Matute echaba a la calle a sus macerados amigos. La mala cara del señor Matute se hizo una marca de venta. Podía tener de todo, pero la mirada siempre la tenía en el muchacho de ojos salidos que veía la televisión con Doménica en sus piernas. Y ella, feliz de la vida, hablaba por su celular en el pecho de su novio. Lo peor fue que al niño no le gustaba el fútbol.
La señora Matute enfermó de diabetes, se había cansado de probar tanto dulce por años que algo anduvo mareada por años. Ella siempre decía que aquellos mareos eran de felicidad por vivir en el lugar más hermoso del mundo. Y este lugar no tenía un doctor que la curase bien y se tuvo que ir a Lima. El señor Matute no vio otra que acompañarla, abandonando su bodega con sus amigos. Algunos ya habían pasado por la desgracia del encierro. Otros siempre tuvieron intenciones, así que la mercadería fue ajustándose mientras por teléfono reportaban mezquinas ventas al dueño. Facundo sintió que el hogar de su chica se estaba cayendo, tomó el timón y se puso a atender a la clientela y a controlar la caja registradora. El negocio se repuso pero las tejas quedaron truncas hasta que la señora volvió, más delgada y sin sonrisa ni ganas de seguir con los dulces.
El pequeño novio se había convertido en un servicial buen mozo que cuidaba tanto de la tienda como de su pequeña doncella. A los cautivos pretendientes enamorados de Doménica se les exigía un mínimo de compra, o la posibilidad de ser sacado a la fuerza por los amigos, que nunca dejaron de asistir a ver el fútbol.
Las tejas de la familia Matute volvieron a venderse ocho meses después de la enfermedad que la tumbó a la señora. Su hija comenzó a experimentar con el chocolate y las frutas secas. Y sus pretendientes fueron los primeros en comprar toneladas de ilusión.