martes, septiembre 23, 2008

LOS ASESINOS DE GUTEMBERG




Según el parte policial de una comisaría de Breña, hace algunos meses atrás hubo un escritor que, embargado de locura y hartazgo, luego de sentirse estafado por su editor, optó por amenazarlo poniéndole una pistola en la cabeza. El motivo: le había depositado no sólo su confianza al obeso poeta, descubridor de falsos talentos literarios y asesino de ilusiones artísticas, sino también unos cuantos cientos de soles esperanzado en las palabras del farsante, que le ofreció el paraíso de las letras peruanas con presentación de libro incluido y firma de autógrafos en colegios de la ciudad.

Este hecho es la punta de un problema más profundo que la poesía corrompida que merodea los anales de la mediocridad peruana. Tiene que ver con una industria editorial que pesa más en el lado informal, donde la gente lectora poco interés tiene por los derechos intelectuales que el Indecopi nunca defendió, que el mismísimo Bryce Echenique pisotea con sus plagios y que toda una comunidad de parásitos agrupados en grupos de imprenteros y fotocopiadores ignora.

Una cofradía aristócrata que bajo el amplio título (sin nombre a la nación) de editores afanan ciruelos escribanos con plata, aquellos que siempre se quisieron pasar la garrocha del sacrificio y deambulan en cafés literarios creyendo que la sapiencia se obtiene bajo el contacto social, en medio de agripadas borracheras donde la palabra tiene poco que decir.

Está en ellos, los que se dedican a la construcción civil del discurso público, los que piratean textos escolares y los pasan como novelas vanguardistas, los que organizan pachulísticas marchas de paz en contra del imperio capitalista y por la noche se reúnen en clubes donde se reserva el derecho de admisión, caducando por completo su propio mayo del 68. En ellos descansa el fracaso del papel impreso, del libro como objeto y herramienta que ayuda a pensar. En ellos descansa el futuro de un pueblo lector que le da la espalda. Y pero aún, se agacha a ojo cerrado.