miércoles, marzo 25, 2009
QUE VIVA LA MÚSICA DE ANDRÉS CAICEDO
"Si he logrado alguna calidad en mis ficciones es la fantasía de mi pobreza y vulgaridad en la vida real".
Murió cuando recién nacía, una estrella fugaz de largo alcance, Andrés Caicedo fue un ángel vestido de rocknroll. Luego de salsa y guajiro. Con bazuco y sin vergüenza, con letra sonora y distorsionada, pero en cursivas. Era el miedo eterno a la madurez y a los buenos modales. Una melodía que se mira al espejo, transpirante y nerviosamente aturdido. La angustia fue su deporte y la muerte un trofeo adolescente.
Por millones de kilómetros cuadriláteros de un pueblo bárbaro crecen alunadas historias de hongos del tamaño de un hipopótamo. Cali: una ciudad atacada por la fiesta y la tragedia, el terror a ritmo de tumbas y bongó. Habrá sido que Macondo se convirtió en una dictadura y Andrés Caicedo su peor víctima. Su carácter anticanónico ha traspasado tres décadas a base de un puñado de cuentos para jovencitos, una novela, piezas de teatro, gran cantidad de crítica de cine y una furiosa inmolación epistolar.
Rebelde y marginal vida que dibujó al mito urbano de la literatura colombiana. El caso de un escritor que comenzó su carrera comercial apenas murió: un 4 de marzo del 77, día que fue a recoger al correo el ejemplar de ¡Que viva la música!, su primera novela publicada, que le acababan de mandar de Argentina. Andrés Caicedo tomó la decisión de poner fin a su vida, y, por ende, dar inicio a la función cinematográfica sobre su leyenda. Un año antes, en mayo, habían sido, primero, 25 pastillas y cortada de venas estilo Trenes rigurosamente vigilados. Recontraemo. Luego, 120 de las ricas valium 10 miligramos y cinco días de coma. Motivo suficiente para internarlo en una clínica siquiátrica por decisión familiar unánime. Andresito pedía a gritos una vida nueva, confesó que se drogaba a forro desde el 69. Entonces lo llenaron de martillazos y medicamentos desintoxicantes que terminaron por fundirle la azotea. Se olvidó de las películas que había visto y su vida fue convirtiéndose en una espiral de hoyo negro. Le sentenciaron una epilepsia, no sin antes pasar una breve temporada en las montañas de Bogotá, adonde se había mudado para vivir con Patricia, la esposa de su compañero en la revista Ojo al cine, Carlos Mayolo. Los tres pertenecían al consejo editorial y durante nueve meses Andrés lo estuvo partiendo a su amigo cineasta –que murió en 2007- que en esa época su gusto por la "vida dura" le comenzaba a jugar mal. Su esposa se quejaba mucho de que Carlitos andaba muy pegado a la blanquita rica. Y Andrés, de atravesado pasó a ser atrasador y se la quitó. Entonces era 1971 y ellos filmaban Angelita y Miguel Ángel, cortometraje de ficción escrito por Caicedo que quedó inconcluso hasta que Luis Ospina la editó a mediados de los ochenta.
Pero Patricia le devolvió la moneda y comenzó a salir con varios mancitos que iba conociendo poray. Ya desde antes, en Cali, Andrés contaba en una carta que su novia lo tenía demasiado friqui. Se había metido con todos sus amigos, lamentaba. Al tiempo se enteró que el valium no mataba y se sintió más monse. Las pistolas valían muy caro para un escritor misión imposible. 3 mil quinientos pesos. Y su muerte se convirtió en obsesión.
Triste y empantanado
Caicedo creció debajo de una nube triste. Tuvo dos hermanos, uno mayor y otro menor que él, que murieron al poco tiempo de nacer. Y en las últimas de su corta vida llegó a agredir a su propio padre, con quien siempre mantuvo un serio y constante conflicto generacional, pero un ser humano importantísimo en la labor editorial de la obra de Caicedo en la actualidad. A sabiendas que no llegaría a más de 26 años, Andrés calcó todo lo que tecleaba a doble pedal en su máquina de escribir y lo fue acumulando en baúles que su padre clasificó después de su muerte. Del trabajo de selección salieron los libros de cuentos Angelitos Empantanados (o historias para jovencitos), Destinitos Fatales, Calicalabozo y la novela (inconclusa) Noche sin fortuna, donde grafica una tierna historia de desamor adolescente. También hubo material suficiente para publicar un generoso tomo de Ojo al cine, que compila todas sus críticas cinematográficas.
Más que un cinéfilo, se consideraba un cinesifílico, un músico de la palabra que escribía de cine para rememorar las imágenes que lo habían cautivado en la oscuridad de su butaca. Disparaba balas de nostalgia en sus escritos. Y en su vida real ametrallaba con sus afiebradas angustias. La rumba y el abuso de su juventud lo estaban invitando a bailar la última canción de la noche sin fortuna.
Ya se había separado totalmente de Clarisol y Guillermito Lemos, dos hermanitos caleños asiduos concurrentes al Cine Club, con quienes luego conformaron una suerte de trío amoroso y pactaron intercambiar edades. Andrés (19), Guillermito (12) y Clarisol (8) conocieron sus cuerpos inocentes mientras resolvían los dilemas sexuales de Caicedo. Con ambos tuvo experiencias íntimas, los Lemos le hicieron conocer los hongos, el daprisal y una vida salvaje a las afueras de la ciudad, y conformaron una suerte de pandilla maldita durante cuatro años. Dejó la burguesita mariguana y pasó al demoledor pastel. La coca le quitó el tartamudeo porque simplemente no habló más. Comenzó con las valiums, a las que llamaban blues y se las comía pensando que eran tic tac.
Bailoteaban al ritmo del desenfreno hasta que llegó Patricia y Caicedo le pidió a su familia una nueva oportunidad. Juró no ser homosexual por experiencia propia, tema que le causaba un terror insufrible a su padre, y aceptó no volver a juntarse con los Lemos. Aún así, su primer libro de cuentos, El Atravesado, publicado en 1975 bajo una autoedición, está dedicado a Guillermito. Mientras que en la novela ¡Que viva la música! figura el siguiente epígrafe: Este libro ya no es para Clarisolcita, pues cuando creció llegó a parecerse tanto a mi heroína que lo desmereció por completo.
La novela cuenta la historia de María del Carmen Huerta, una adolescente de la alta sociedad caleña que abandona su casa para meterse en el mundo de la perdición y la rumba (juerga). Un arsenal de desventuras que nos crean un imaginario pan urbano. Ella se entrega en cuerpo y alma a las drogas. De la bareta y el perico, al bazuco y luego a las pepas. De los Rollings Stones a Larry Harlow y al descenso de los barrios de esta ciudad que espera pero que no le abre la puerta a los desesperados.
La primera vez que vi un libro de Caicedo fue su novela. Estaba en Bogotá, era 1999 y habíamos ido a un lugar llamado Cartucho buscando algo de acción. Ya de vuelta, mientras mirábamos lo que habíamos conseguido, noté que el paco de ganja colombiana estaba camuflado entre las páginas de un libro pirata verde y blanco que mostraba en la portada una guitarra de palo, unas maracas y un bombo andino. ¡Qué viva la música de Andrés Caicedo!, me gritó el pastrulo que nos consiguió la bareta. A partir de ahí, cada vez que he vuelto a Colombia, le he comprado todo cuanto ha salido de él y uno puede descubrir un universo alucinante en sus historias.
Quizás, lo fascinante de Caicedo, como personaje, radique en ese culto moderno a la información escandalosa, porque su vida fue una ficción fabulosa y susceptible de pintarse de amarillismo. Y el libro Mi cuerpo es una celda, una autobiografía, editado por el chileno Alberto Fuguet, es un testimonio dramático de lo que fueron sus últimos meses, registrados por Caicedo mismo, pero sin la idea clara en su cabeza de componerla como un todo narrativo.
Tampoco lo fueron sus títulos póstumos, pero este trabajo de edición cinematográfica realizada por el autor de Por favor rebobinar, quien figura en los créditos de Mi cuerpo como Dirección y montaje, es una fórmula inédita en los trabajos periodísticos de la actualidad bajo el pretencioso género de la novela epistolar. Caicedo observa, habla, respira, llora, celebra y vuela mirando películas, devorando discos, libros y se va de hippie. Y puesto que todo lo escrito por Caicedo tiene una potente base visual, sus cartas también se convierten en una ruta indescifrable para los ojos, una carrera loca hacia la perdición y la eternidad en postales virtuales.
El chileno corta las cintas de película, las pega, edita, rearma y las rolea para que toda Latinoamérica se lo fume en el parque. Después de más de tres décadas de muerto, Caicedo relanza su vida personal, la cual se había conformado de pequeños episodios descorazonados en papel: su relación con los Lemos, luego con Patricia, con los del Cine Club y la gente del Teatro, con los de la revista Ojo al cine y sus amigos cinéfilos peruanos Isaac León Frías y Juan Bullita, quienes editaban la revista Hablemos de cine, donde también colaboraba Andrés. Y a Andrés le dolió mucho dejarse ver por León después de su internamiento de desintoxicación. Estaba gordo y su cabello corto le había hecho perder su rebeldía, a lo Sansón. Los medicamentos lo hicieron medio baboso y olvidadizo para cuando Isaac fue hasta Cali a visitarlo. Fue una desazón total. Luego se disculparía con él a la distancia. Era finales de 1976 y Andrés se disponía a planear su futuro con un fatal destinito.
Despescueznarisorejamiento
La poética de Caicedo traspasa los límites de la timidez, se entrega desnudo al mundo y presenta un universo lleno de inocencia descarada. Un hombrecito va y quiere hablarle a una niña muy bonita que se sienta junto a él y le invita a caminar poray. Hasta que la muerte los visite al caer el sol y la hierba huele delicioso cuando lloran las diosas culiparadas, como si lo bello pudiera penetrar las fronteras rígidas de la eterna vergüenza. Los niños de la secundaria van desapareciendo trágicamente, le siguen los pasos a sus propias desgracias. Un llanto con fuztón acompaña la velada. Una fiesta de quinceaños para odiar al amor, para marchitarse el rostro con dignidad. Se van formando las galladas (pandillas) y van ocupando los grandes almacenes con frustración y venganza en medio de un valle de lamentos y desilusión. Como cuando hay la sensación de agua con viento. Tengo ya el presentimiento de que pronto llegará, la separación.
Al ver su primer ejemplar de ¡Que viva la música!, la alegría se le hizo incompleta, pues Patricia había peleado una vez más con él. Eres repugnante, fue lo último que le dijo antes de salir de casa, decidida a sacar todas sus cosas ese mismo día. Entonces le escribió una aterradora carta de súplica, donde le escribe no te vayas no me dejes por el lapso de seis líneas. Y no tuvo mejor manera de celebrar su desdicha que tragándose la muerte sesenta veces siete. Sesenta veces siete contra el reloj. Claro el sol. Sesenta veces Patricia. Number nine, number nine le cantaba Chapman al oído de Salinger. O al revés. Vinilo y su aguja clavada en la vena del espanto. Sesenta veces muerte. Suena el desconcierto.
Para leer a Caicedo
Los libros de Caicedo se consiguen con mayor facilidad en versión pirata en Colombia.
Enterrado por décadas, se fue cocinando el mito al comenzar el ocaso de Macondo. Su literatura es considerada anti canónica dentro de Latinoamérica.
Imprescindibles: El atravesado / Maternidad (relatos), Noche sin fortuna (novela corta inconclusa); Angelitos Empantanados (cuentos); Calicalabozo (cuentos); Que viva la música (Novela); Ojo al cine (compilación de críticas de cine y retazos narrativos). Recientemente se ha publicado: El cuento de mi vida y El libro negro de Andrés Caicedo. Y acaba de publicarse la autobiografía Mi cuerpo es una celda.
Un blues para levantar la moral
"Tú, no te detengas ante ningún reto. Y no pases a formar parte de ningún gremio. Que nunca te puedan definir ni encasillar. Que nadie sepa tu nombre y que nadie amparo te dé. Que no accedas a los tejemanejes de la celebridad. Si dejas obra, muere tranquilo, confiando en unos pocos buenos amigos. Nunca permitas que te vuelvas persona mayor, hombre respetable. Nunca dejes de ser niño, aunque tengas los ojos en la nuca y se te empiecen a caer los dientes. Tus padres te tuvieron. Que tus padres te alimenten siempre, y págales con mala moneda. A mi qué. Jamás ahorres. Nunca te vuelvas una persona seria. Haz de la irreflexión y de la contradicción tu norma de conducta. Elimina las treguas, recoge tu hogar en el daño, el exceso y la tembladera.
Todo es tuyo. A todo tienes derecho y cóbralo caro.
Para el odio que te ha infectado el censor, no hay remedio mejor que el asesinato. Para la timidez, la autodestrucción". (Fragmento de ¡Que viva la música!)
PUBLICADO EN LA EDICION 17 DE LA REVISTA DEDOMEDIO / ENERO 2009.