miércoles, abril 17, 2024

EL ROLEX Y LA CARNE DE CÁRCEL

Frankfurt, 2009


Yo crecí en un barrio llamado Villa Coca. A la esquina de la izquierda vivió Abimael Guzmán, ahí lo encontró la policía en el 92. Y cuando lo encarcelaron comenzaron a detonar casas de vecinos como represalia. Así, las lunas de las casas se rompían con frecuencia con las explosiones. Antes, las ventanas reventaban por los pelotazos que tirábamos jugando fútbol en la pista. Años antes de lo de los terroristas, en el 85, cuando jugábamos con arcos armdos con piedras y los autos que pasaban paraban el encuentro no más de treinta segundos, hacia el final de la cuadra, explotó una casa y un hombre salió volando como si fuera el hombre bala de los circos. 
Cayó en medio de nuestro campo de fútbol, estaba negro carbón y con sus ojos rojos nos miraba desorbitado. Apenas pudo reponerse salió corriendo, e inmediatamente después llegaron los bomberos y la policía, pero antes ya estaban las cámaras del noticiero. El partido se tuvo que suspender y salimos en televisión.
La casa que había explotado era de Reynaldo Rodríguez López, alias 'El Padrino', que había salido no hacía mucho en los periódicos como uno de los hombres más ricos del mundo. Don Rey, como le decían en el barrio, tenía casa con piscina, y luego se descubrió que tenía túneles que se conectaban con otras casas del barrio. 
Desde entonces el vecindario pasó de llamarse Higuereta de Surco, a Villa Coca de Surquillo. 

Hacia un lado vivió el líder terrorista. Y hacia el otro lado el líder del narcotráfico. En medio estábamos nosotros: hijos de empresarios emergentes, hijos de profesores, abogados, policías pero también había vecinos de la PIP. 
Uno de ellos, de los de la PIP, no vivía aquí porque trabajaba en la selva. Y le iba muy bien, porque tenía motos, una combi (que en ese entonces no existía en el país) y hasta una cuatrimoto, que tampoco existía. Su combi era negra y se parecía a la de 'Los Magníficos'. Tenía dos, una blanca que sacaba poco. Pero una vez mi tío Jojo la sacó y nos llevó a todos a los juegos mecánicos que habían instalado en la Videna. Ponía el volúmen al máximo Cali Pachanguero y cantábamos cambiándole la letra "que todo, que todo, que todo que, que que qué". En vez de cantar "que todo el mundo te cante, que todo el mundo el mundo te mime", nosotros cantábamos "que todo el mundo te cache, que todo el mundo te brinque". Y luego, en la que canta el Gran Combo "a comer pastel, a comer lechón". Cantábamos "a fumar pastel, a fumar la pons". 
La combi andaba a toda velocidad y en calles vacías el tío Jojo hacía dribling con la combi y todos a bordo volábamos. Nos paraba la policía pero cuando se identificaba como hijo de un general de la PIP, seguíamos nuestro camino a los juegos mecánicos. 

Apenas se retiró de la PIP, el papá de Jojo puso un restaurante turístico y sus hijos se dedicaron al negocio de lavandería. 

El otro vecino PIP tenía un auto deportivo exactamente igual al auto fantástico. Tenía dos casas una al lado de la otra. En una casa tenía piscina y la otra la tenía clausurada. Con Buba hicimos una banda de rock y su papá nos dejó ensayar en la casa vacía con la única condición de que no subamos al segundo piso. 
Obviamente subíamos todos los días y jugábamos con las granadas de guerra que guardaba. Luego bajábamos y tocábamos canciones de los Guns N Roses. Igual que su colega, cuando se jubiló mi tío como coronel de la PIP, puso un negocio de pinturas y sus hijos se dedicaron a la arquitectura.
 
Mi viejo era contador público y auditor. Pero siempre había soñado con ser PIP. Le inspiraba una señal de respeto, andar armado, bien plantado, con buen carro como el vecino, o con motos y una combi como el otro que trabajaba en la selva. 
Pero mi abuelo lo desahuevó a mi viejo y lo obligó a estudiar contabilidad. Más fueron las obligaciones familiares porque embarazó a mi mamá cuando estaba a mitad de carrera y apenas tenía la mayoría de edad. No tuvo tiempo de elegir un futuro, se dedicó a trabajar y a seguir teniendo más hijos. Por eso mi papá salió rápido de la casa de sus padres. De alguna manera alivió ese resentimiento que fue cultivando mi papá hacia mi abuelo. Cada vez que podía, mi abuelo le decía: "eres carne de cárcel, ahí terminarás". Lo cual fue curtiendo un rencor en mi papá que lo hizo encaminarse, ya que vivían en La Victoria y el ambiente era tan hostil que la posibilidad de ser delincuente era latente. Sin embargo, se hizo contador público y le tocó ejercer la auditoría gubernamental de forma pionera.

Cuando mi abuelo murió, la 'bodeguita loretana', que había fundado con mi abuela, cumplía 35 años. Aunque los recuerdos de tardes familiares los domingos siempre fueron bonitos, con el tiempo uno se va enterando que la tesión familiar era incómoda para todos los presentes. Y se tornaba violenta con el paso de las horas y el brindis. En la casa de mis abuelos se bebía un aguardiente de la selva llamado 'Rompe Calzón'. Un trago dulce y trepador que te pone agresivo al quinto vaso. Yo lo utilizo para las presentaciones de mis libros, por eso cada vez que hago una actividad no me vuelven a prestar el local, ya sea porque el evento acabó en bronca, debido a que a algún buen lector le dio diablos azules y lo sacaron a la fuerza o porque los vasos de vidrio van volando como aves que poguean en el aire.
 
Así, los almuerzos familiares en la casa de mis abuelos, junto a la 'bodeguita loretana' terminaban siempre de manera abrupta, con alguna rota y alguien con los chicotes cruzados. Ahí nace el binomio amor odio que se hereda de padres a hijos. Porque del afecto pasaban a la agresión en cuestión de horas y la frase "tú querías que yo sea carne de cárcel" se volvía un reclamo enfurecido.
 
Yo lo heredé también y con mi papá no me puedo sentar a emborracharme porque en algún momento se suelta una chispa y se me incendian los pensamientos. Entonces me acuerdo de su separación con mi mamá y me dan ganas de tirarlo por la ventana a mi papá, para luego tirarme detrás de él.
Herencia similar me inculcó cuando mi papá me quiso lanzar del edificio donde quedaba su oficina, cuando llegó con algunos guisquis de más y llegó con ganas de pelear, pero no encontró a nadie más que yo, y descargó su ira intoxicada de alcohol. Ya no tomaba RC, a mi papá le iba bien aunque al país le iba hasta las huevas. "No es mi culpa", se disculpaba mi papá. No es mi culpa que el país esté mal. Había inflación y terrorismo. Pero sobre todo, desconfianza. Desde esa vez, ya no pude estar cerca de él, con mayor temor si lo encontraba en sus tragos.

Yo estaba en primaria y un día la profesora de literatura habló de Mario Vargas Llosa, que iba a ser nuestro próximo presidente. Un compañero de clase levantó la mano y dijo que su tío había sido escritor también. La profesora preguntó su nombre y cuando el compañero lo mencionó con orgullo, dijo: "pero él fue un terrorista que mataron en la selva". 

El compañero se fue cabizbajo, pero al día siguiente pidió la palabra y aclaró que su tío no era terrotista, pero sí lo habían matado en la selva. 
Y por si acaso, su tío no era terrorista. Yo le creí y años después descubrí la poesía de su tío a través de sus libros. 
Luego conocí a su gran amigo, otro gran escritor, el negro Jorge Salazar, quien estuvo en la barca donde lo mataron, y fue mi maestro. 
Ahora a mí también me dicen terruco. Evidentemente, pienso distinto y detesto el pensamiento chato de los conservadores. No es necesario hacerlo notar ni decirlo porque mi literatura y mis actos hablan por mí. Pero nunca falta alguien que necesita reivindicar su dignidad terruqueándome o señalandome de vendido cuando son ellos los que por un ceviche una cerveza se bajan el pantalón y se ponen en cuatro.
 
A mi papá le iba muy bien en los negocios, era un próspero empresario. Pero el Perú no era próspero. Tampoco empresarial. El Perú de ese entonces estaba en crisis. Y salvo algunos años de tranquilidad emocional, nunca ha dejado su estado crítico.
Por eso, cuando alguien ostentaba algo no pasaba de ser alguna marca bamba. Eran tiempos del contrabando desde Puno, se traían cassettes y VHSs.

Mi papá se fue a Puno  y como yo estaba resentido con él porque me había querido tirar por la ventana, me trajo un Rolex. Era totalmente dorado con piedritas brillantes en cada hora. También nos trajo pares de zapatillas y buzos de marca. Las zapatillas eran llamativas porque tenían las tres rayas de Adidas, pero en la zuela decía Puma. Igual los buzos y demás cosas. Todo tenía una apariencia rara que se prestaba a la duda. Pero eran tiempos en que no había opción de verificar si se trataba de ropa original. Por lo que pasaban a validarse como ropa de marca.
 
Comencé a ir a los quinceañeros con mi Rolex, me hacía notar. Pero me sentía, al igual que el reloj, falso. Iba a los tonos con mi primo Miky, que estudiaba en el Juan 23, colegio chino. Había que ir en terno y yo me ponía mi Rolex que brillaba intensamente. Me hacía notar en cualquier lado y siempre la pregunta era inminente: ¿Qué marca es? Anda, ¿sí? ¿Y tu papá en qué trabaja? 
Yo me pulía, prendía mi cigarrillo Hamilton y sacaba a bailar a alguna compañera de salón a quién le seguía hablando de mi reloj que me había traído de sus viajes de negocios. Evitaba mencionar que lo había traído de Puno, era un lugar que sonaba feo. Aunque fue mi papá que luego nos llevó de viaje e hicimos una ruta maravillosa en tren, desde Cusco hasta Puno cruzando el lago Titicaca. Aunque al año siguiente nos llevó a Disney y ese viaje fue más llamativo para las chicas de ese entonces.
Gracias a mi Rolex me había empoderado con la gente del colegio. Pensaban que tenía plata y me invitaban a las fiestas. De pronto me volví indispensable en las reuniones donde iba los más coloridos. Mi Rolex se hizo fundamental para que mi presencia esté garantizada. Ya no usaba las zapatillas Puma de tres rayas Adidas, sino unas New Balance que mi hermano mayor había mandado de Europa, donde vivía. Era una época donde estaba de moda los New Kids, y justo me habían mandado una casaca con mangas de cuero blanco idéntica a la que usaba uno de los cantantes. Tenía un Rolex, zapatillas New Balance y la casaca de los New Kids. No había forma de pasar desapercibido. Me matricularon en el ICPNA para aprender a hablar inglés y ahí conocí a Wendy. Ella me miraba todo el tiempo en el salón y yo me ponía colorado, la miraba y al darme cuenta que tenía clavada su mirada en mí, enterraba mi cabeza como una tortuga. Quería ser invisible pero también la quería conocer y besar. Ya había tenido una mala experiencia con las chicas que me gustan. En inicial, apenas llegué llorando, vi que había una rubiecita de nombre Carmen. Soñaba con ella, pero nunca me miró. Un día vi que un chico estaba de cumpleaños le cantaron su happy verde y luego todas le dieron un beso en la mejilla. Yo al día siguiente fui a decirle a la profesora que era mi santo. Pero ella notó que en la ficha decía otra fecha. Sin embargo, mi ferrea versión de que era mi santo prevaleció y la profesora me dejó ser. Entonces Carmen se acercó y me dio un besito con sus labios rosaditos y su lunarcito en la zona del bigote. Nunca me olvidé de ella, aunque ella nunca me registró en su mente. 
Por eso, cuando conocí a Wendy en las clases de inglés, no tuve cómo inventarme un cumpleaños. Pero coincidimos en el micro de regreso y conversamos. Ella vivía en las torres de Limatambo y me invitó a su casa a tomar lonche. Su papá trabajaba en la embajada de Estados Unidos y siempre tenía una pistola amarrada con un cinturón que le cruzaba el pecho. Comimos pan con jamonada y leche chocolatada. Luego me acompañó al paradero y como no sabía qué decirle ni qué hacer, fue ella quien se me declaró. Yo acepté tímido el beso, me di cuenta que ni las zapatillas ni el reloj fortalecían mi autoconfianza. 
Volví a mi casa siendo la persona más feliz del mundo, y de pronto me volví un estudiante entusiasta por el inglés. Iba temprano, la esperaba en el salón y le guardaba un sitio. Wendy llegaba tarde porque se quedaba después de la salida de su colegio haciendo gimnasia o practicando algún baile para las actuaciones. Como era bonita y encantadora, la utilizaban para todas las actividades del colegio. Incluso la hicieron reina de la primavera. Wendy soñaba con su quinceañero. A mi me daba pavor ser su chambelán, aunque sentía que con mi Rolex podía nivelar mi falta de estima.
Cumplimos un mes de enamorados y estábamos acariciándonos en uno de los bloques de las torres, hasta que un par de choros nos cuadraron, me sacaron mi casaca de los New Kids, mis zapatillas New Balance y mi reloj. A ella la agarraron del cuello y le quitaron la esclavita que le había comprado. Tuve que llamar a mi mamá para que me venga a recoger llevándome mis zapatillas viejas marca Puma con tres rayas Adidas. 
Desde el robo, perdí las ganas de ir al inglés. La movilidad de Wendy pasaba por mi casa todas las tardes y nos cruzábamos cuando llegábamos y me veía abrirle el portón a mi mamá. Pero la comencé a ingnorar. Mis poderes se me habían ido con ese robo. No me perdonaba el no haberla defendido. Incluso haberme visto desvalido y asustado, al borde del llanto pidiéndole clemencia a los ladrones. Son esos momentos en que descubres lo miedoso que puedes ser. Pierdes confianza en ti mismo. Cada noche soñaba encontrando a los choros y les pegaba, y recuperaba mi Rolex. Menos mal que mi papá ya no vivía en casa porque si se enteraba que me habían robado tal vez me hubiese lanzado por la ventana sin remordimiento. Estuve con temor de verlo por semanas. Pero cuando lo vi, pareciera que no se dio cuenta que ya no llevaba el Rolex. Nadie le contó nada del robo y preferí no mencionar que había tenido mi primera enamorada. 
Wendy cumplía quinceaños y si bien dejé de verla, dejó una invitación debajo de mi puerta. Aunque busqué mil excusas para no ir, la fiesta era a unas cuadras de mi casa y toda la gente del barrio asistiría. Los hijos de empresarios, hijos de policías, los hijos del narco, los hijos de los terroristas, los hijos de los trabajadores de la embajada de Estados Unidos, todos fueron al quinceañero de Wendy. Para varias me quedé solo en un rincón, ya sin Rolex era como Sanzón con el pelo corto. No tenía brillo y Wendy para bailar el Danubio Azul eligió a su nuevo enamorado. Nuevo pensé porque nunca lo había visto, pero en realidad era su pareja desde la primaria. 
De pronto al verla bailar con su pareja, y ver a la gente aplaudir y disfrutar cómo bailaban el vals, yo comencé a entender que odiaba bailar, que detestaba estar en lugares concurridos de gente, que no aguantaba sonreír en un ambiente falso. Necesitaba mi Rolex para ser alguien, pero sin el bendito reloj simplemente no era nadie. Apenas pude, salí de la fiesta amagando que me iba al baño, para luego escaparme y volver a mi casa cabizbajo. Desde ese entonces decidí no ver el tiempo, ni amarrarme nada a una muñeca. Con los años fui usando aretes y cadenas pero volvía a mi naturaleza que es la incomodidad de llevar algo encima que represente un status. Y me los quitaba. Me acostumbré a calcular la hora mentalmente, o esperar que haya algún reloj colgado para constatar que llevo la cuenta exacta de lo que falta para poder irme de la fiesta. Siempre amagando que voy al baño.