Cusco, febrero de 2000, escribiendo Barrunto. |
Preciso momento que estoy escribiendo Barrunto, en febrero de 2000, en Cusco, en la casa de Mayra. Había llegado el 2 de enero con la noticia de la muerte de Sandro Baylón. Ya el rencor y la tragedia la traía de unos días atrás, con la vuelta olímpica de la U en Matute, en el 99. El partido se había suspendido por falta de garantías. La primera final perdimos tres a cero en el Nacional. Yo ese año, 99, trabajaba como redactor de la revista Gente, ya estaba contratado. Me pagaban casi nada, pero había cantidades de canje. Si quería tomarme un trago o llegar alguna botella a la universidad, iba a la oficina administrativa, firmaba un vale y me daban tres litros de ron Cancún 2000. Si necesitaba un taxi, había publicidad de Tatataxi. Si quería comer un chifa, Walok corazón. Y para irme a Cusco saqué un canje de ida.
A Mayra la conocí en Puno, en el 98, en el primer congreso de estudiantes al que fui. Ahí comencé mi carrera como dirigente universitario, lo cual me llevó a instancias latinoamericanas donde me sentía Manuel Burga, el expresidente de la Federación de Fútbol, porque paraba viajando, ya no iba a clases. Entre la chamba en la revista Gente y los viajes al extranjero, mi tiempo estaba ocupado. En Bogotá compré mi primer libro de Andrés Caicedo, se titulaba 'El atravesado'. Y dos años antes, buscando mi propia voz en la escritura, escuché al escritor Oswaldo Reinoso en la U de Lima. Lo escuché cómo leía uno de los cuentos de Los Inocentes. Grabé esa presentación y se convirtió en mi rezo diario. Aprendí a leer con un cassette.
Con esas dos herramientas estaba construyendo el cuento Barrunto en el 99. Mayra me invitó a su casa, que podía quedarme todo el tiempo que quisiera. Su tío abuelo fue muy conocido en Cusco. Fue el poeta de Cusco, amigo de Neruda, de los grandes. Su abuelo también era artista, y yo que me alucinaba artista, le caí bien.
En el congreso de Puno, le dije a Mayra para no entrar a las conferencias e irnos por el lago. Alquilamos una lancha y nos pasearon hasta el cerrito de Wajsapata. Ella me dijo que quienes iban ahí y sellaban su amor, jamás se separarían. Yo le creí. Pero ahora que busco en google en cerrito, creo que a ese no llegamos, más bien estuvimos en una peña sin nombre. Igual, yo le juré amor y respeto. Entonces al volver, comenzamos un tórrido romance por carta. A diario iba a Serpost y le mandaba páginas a puño y letra. Le revelaba fotos y ella me mandaba igual, fotos y mucho texto. Nos jurábamos volvernos a ver. Mayra vino a Lima a celebrar mi cumpleaños y me invitó a su casa. Además que tenía un contacto que me podía colocar en La República de El Gran Sur.
Cuando llegué a Cusco ese año 2000, mi maleta tenía el cassette con la voz de Reinoso, el libro de Caicedo y la noticia de la muerte de Sandro Baylón. Justo sus últimos minutos en el fútbol fueron mientras se iba expulsado, caminando hacia la oriente con sur.
En El Gran Sur me aceptaron como redactor practicante y me mandaron a hacer policiales. Una vez a la semana, iba a la Séptima Región y me permitían leer un cuaderno al que le llamaban 'Ocurrencias'.
Ese cuaderno, escrito a mano casi ilegible, también se convirtió en un libro para mí, en una herramienta de consumo creativo. Los fines de semana se registraban desde peleas hasta asesinatos, pasando por violaciones y robo con objeto punzo cortante. Todo eso me fue alimentando literariamente, mientras en la casa de Mayra, su mamá me prestó una máquina de escribir. Y me dediqué a eso, a escribir y escribir, inventar, arriesgar.
Por la noche, con Mayra íbamos a tomar té piteado y luego al Mama África. Ella quería ir al Muki, pero por consentir mi huachafería, nos quedábamos un rato escuchando música electrónica y tomando Macchu Picchus.
Un día, por la noche, Mayra vio a lo lejos a Paukar, un locaso de la universidad de Cusco, también con aspiraciones literarias como yo, entonces nos hicimos patas. Me invitó a vagar por la ciudad con sus amigos sutancia y mostaza. Luego me llevó donde un pintor, en una casa paracultural, el Edwin. Y el Paukar me enseñó su libro de Nietsche y leyó las primeras páginas. Yo seguía sumando en mi bolsa de imaginación llamada Barrunto.
Iba por la plaza de Armas de Cusco cuando me crucé con Pelusso. Mi profesor en la universidad, un laico italiano que nos hizo leer a Vallejo y Valdelomar. Ahí encontré mi camino de vida. Sentí que la palabra escrita era mi futuro. Aunque no tenía aún recursos para escribir, podía hacer notar que tenía algo que llamaba la atención. Por eso cuando Pelusso, que organizaba los juegos florales, me sugirió que concursara. Quedé tercero y eso me dio más luz. Por ahí es, pensaba. Y luego apareció un congreso nacional de literatura en la U de Lima, donde encontré a Reinoso. Además, me compré un libro de Javier Heraud, poesía completa, y me di cuenta que no era el terruco que dijo la profesora en mi colegio cuando estaba en la primaria. Sino que era un fino artista de la palabra. Eso quería hacer. Pelusso se alegró de verme en Cusco y le mostré mi cuento Barrunto que estaba escribiendo, se lo leí en voz alta como me lo enseñó Reinoso. Me pidió que lo llamara cuando vuelva a Lima, para presentar mi libro.
Con los viajes como dirigente universitario, representando a mi universidad y al país, tuve que crear mi cuenta Latinmail. Para contactarme con la asamblea. Y le pedí a Mayra que se creara una cuenta también. Recuerdo que una de sus últimas cartas dijo: "no me gusta esto de escribirte por mail, no hay feeling".
La era digital fue enfriando nuestra relación epistolar. Lo digital nos fue alejando.
Cuando volví a Lima de ese verano en Cusco, regresé con las hojas tipeadas de Barrunto. Eran casi treinta páginas. Desde ese momento han pasado cinco ediciones en 24 años y no se le ha cambiado ni una coma.
El libro Barrunto salió el año 2001, con el campeonato del bicentenario del Alianza Lima. Ese año, en la presentación donde Pelusso me apadrinó, conocí a la china y me enamoré una vez más.
Justo ese año, el congreso nacional de estudiantes era en Cusco. Fui con la china de la mano y mi libro Barrunto. Mayra me vio a lo lejos, sus amigas me vieron y sus hermanos me bajaron el dedo. Menos mal que no me vio su mamá, porque me hubiese volado la cabeza, ni siquiera podría haberle dicho que la había incluído en la dedicatoria de mi libro. Mayra me escribió por mail y me dijo que la china era feísima, con los dientes chuecos. Tiene cara de ruca, finalizó su mail. A la china la llevé al Mama África a tomar Macchu Picchus pero fui al baño y al volver china de mierda ya estaba bailando con un turista hippie. No volvió sino al rato que comenzaba a arrepentirme de haber dejado a Mayra.
El día que tuvimos que desalojar la oficina de estudiantes, recién graduados de la universidad, donde veíamos los temas de la federación latinoamericana, apareció un cajón repleto de cartas de amor entre Mayra y yo. Eran casi mil. Las guardé un tiempo, pero cuando apareció el CD mi colección de cassettes la regalé, como también años después le regalé mi biblioteca completa a Toñín, eran tantos libros que Toñín puso una tienda. Igual dejé que las cartas se las lleve el reciclador. Todo estaba insertado en el chip de mi memoria interna, en mi maquinaria cardiomental. Entre el viaje a Cusco y la publicación de Barrunto, el texto se fue puliendo en Bogotá, La Habana, Miami, Huacho y Chorrillos, frente al mar, en la cabaña de nadera de mi causa Kabriel, donde se podía ver el mar.