Sapito Hinchado se puso a llorar el primer día de clases. Era la primera vez que iba al colegio, y era la primera vez que se alejaba de su mamá. Él solía dormir hasta tarde, soñando las historias más extraordinarias que nadie ha imaginado, y despertaba cargado de ilusiones y mil personajes que sólo vivían en su cabeza durante las noches.
Ella lo fue a dejar hasta la puerta, lo vistió con uniforme nuevo y le puso zapatos de tacón, "para que guardes la postura", le dijo su mamá entusiasta. "En el colegio aprenderás a ser un buen chico. Además, cuando veas todos los amigos que tendrás, serás más feliz aún".
Sapito Hinchado aún no abría bien los ojos cuando su mamá lo metió a empujones al salón de clases, entonces, se vio rodeado de muchos niños y niñas que no hacían más que gritar. Todos lo observaban raramente, sonreían sonrojados, vacilaban entre ellos hasta que la maestra llegó y lo puso al frente.
- Niños, éste es Sapito Hinchado -y lo tomó del hombro-. Será nuestro compañero.
- ¡Hola Sapito Hinchado! -gritaron todos con mucha fuerza.
Pero Sapito no pudo decir ni "pío". Se asustó, y comenzó a temblar de miedo. La maestra se dio cuenta y lo sentó en su pupitre. Le dio agua y esperó a que se calmara, pero Sapito Hinchado se puso peor, y se puso a llorar. "Quiero estar con mi mamá", suplicó entre lágrimas. "Quiero volver a mi casa, con mi mamá".
Así anduvo triste Sapito Hinchado los primeros días del colegio. Durante los recreos, mientras los otros niños salían a jugar pelota, chapita, pita con nudo y otras locuras, Sapito se quedaba sentado en su pupitre llorando, pidiendo a su mamá.
Chillaba y chillaba por horas hasta la salida, donde su mamá lo iba a recoger, y sólo ahí era que a Sapito le volvía la vida. Se le secaban los mocos y regresaba saltando a casa. Hasta el día siguiente que iba al colegio comenzaba a llorar.
La maestra le había dicho a su mamá que lo que tenía su hijo era mamitis, "un mal muy común entre los niños que quieren demasiado a su mamá. Pero se le pasará", dijo con esperanzas. Y dejaron que pasen los días a ver si mejoraba la cosa.
Un día, en el recreo, mientras los niños y las niñas salían disparados a jugar bajo la luz del sol, Sapito se acurrucó en su pupitre y comenzó a dibujar en su cuaderno, mientras iba diciéndose en voz bajita "mi mamá, yo quiero a mi mamá". Entonces oyó que alguien más decía "mamá" muy cerquita, y vio que en el salón también había una niña bajita de ojos redondos y las orejas grandes, tan grandes que flameaban lentamente como queriendo volar. "Yo también quiero estar con mi mamá", dijo la niña. Se llamaba Orejitas Tristes y también tenía mamitis. Ambos se miraron y se dieron cuenta que eran raros, que los niños que jugaban fuera en el recreo eran atléticos y fuertes, pero ellos eran diferentes y sabían dibujar mágicas figuras, porque Orejitas Tristes, al igual que Sapito Hinchado, también solía soñar historias fantásticas que luego, ya al despertar, pintaba en su cuaderno. Entonces, Sapito también le enseñó sus dibujos y animalitos que había inventado entre sueños.
Ambos sonrieron y vieron que no estaban solos, y comenzaron a salir del salón durante el recreo, y luego fueron mostrándoles sus dibujos a los demás niños, quienes también insistieron en jugar lingo, chinela, salto pirata y chapita, ahora con Sapito en el equipo. Y las niñas invitaron a Orejitas Tristes a jugar siete culebras con las demás.
A partir de entonces, durante los recreos en el colegio nadie se quedó en el salón de clases. Y los niños y las niñas jugaron al máximo, cada uno por su lado. Pero Sapito Hinchado y Orejitas Tristes se hicieron amigos de dibujo, para siempre.