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Este cuento fue escrito en 2010 y publicado en El Artista de la Familia. |
dedicado a Mirza Pérez, a Victoria Vidal,
a Beatriz Soldevilla, a Rita Guerrero
y a María Elvira Martínez Meza.
COMO DOS HERMANITOS
A los seis años me
fui de la casa. Me fui al parque. No quería entrar a casa. Así viniera mi vieja
con la correa. Así me jalara de los pelos. No iba a entrar a mi casa. Me quería
quedar a vivir en el parque. Le iba a escupir a mi vieja cuando saliera. Aquí,
frente a todos los vecinos, le tiraría una botella de vidrio y me quitaría la
ropa hasta quedar calata. Para que sepa todo el mundo la clase de hija de puta
que tenía. No iba a entrar nunca más.
Ojalá mañana me
vaya de este mundo. U hoy. Más tarde. Ahora mismo. Vengan por mí que ya no
deseo vivir más. Peor que no me he puesto sostén y mis ubres sudan y el polo se
moja y se marca. Mi papapa y mi vieja se pelearon de improviso y no tuve tiempo
de ponerme nada abajo. Siempre que pelean todos tenemos que salir por cualquier
lado, sino, te cae también a ti. Al único que no le hace nada la bronca es a Adrián.
No se da cuenta de nada, incluso muere de risa cada vez que ve a su madre
forcejeando con el abuelo desde el suelo. Aunque también llora, aunque no
lagrimea nada de sus ojos chinitos. Una vez que lloró me le acerqué y le di un
cachetadón.
-¡Adrián, demuestra
que eres hombre! -Le dije, pero se puso a llorar más. Entonces lo tuve que
abrazar para que no se desplome.
No tengo ni para un
cigarrillo. Podría sacar de la tienda pero mi abuelo no vende vicios, dice. Ni
para llamar a Macedo y que me abrigue. Menos mal que para él soy aún virgen. Yo
a los nueve la perdí montando bicicleta. Mucho gusto, ya soy mujer y te puedo
sacar los ojos con mis garras si me amas y no me satisfaces. Si me miras y no
me comes, te muerdo. Si me besas y no muerdes, te castro con mis manos. Y si me
pegas y no duele, de violo. El segundo fue mi abuelo, al año siguiente de lo de
la bicicleta. Me enseñó a tocarme hasta el fondo. Luego yo sola me fui
conociendo.
Me llamo Jose pero
también María y huelo a vainilla. A veces tengo más de María que de Jose, porque
uso faldas y el escote me hace bonita. Pero también tengo días de Jose.
Entonces me llaman Pepita y practico box tailandés en el Estadio Nacional. He
sido pintora, escritora, cineasta y actriz porno casero, rockera minimalista,
sexóloga en tertulias, groupi a sueldo, estudiante de todas las especialidades
que tienen que ver con el yo interior, asistente de profesora de niños
especiales, niñera: Mujer a tiempo completo. Independiente. Por eso no volveré
a casa. Acamparé en el parque, en algún basural. Me iré al cementerio y me
cobijaré en algún nicho vacío. Desayunaré chanchitos vivos.
A los siete no sé
por qué mi mamá me llevó donde la doctora. Depresión, dijeron. Mucha tristeza,
cosa rara. ¿Por qué no te peinas?, así será la moda mañana, cuando duermas de
verdad. Un día me dio por vestir de negro como Alaska. En pleno verano me
camuflaba en chamarras y botas. Me rapaba el pelo y me lo ponía de puntas. Yo
iba a la No Helden y
después a la Nirvana. Después
me fui a la mierda. Me ofrecieron plata por chupársela a un viejo gordo que no
podía ni atarse los pasadores del zapato. No me gusta el dinero. No me atribuyo
nada. Lo hice gratis.
De la ventana de mi
cuarto se ven las últimas lápidas de El Ángel. Mi abuelo ha puesto barrotes en
la ventana para que no me escape otra vez. Ya me he fracturado los dos tobillos
por lanzarme al vacío, justo en la última sección del cementerio. Una vez me
tiré en pleno entierro y a la hora de caer me tropecé con uno de los negros cargadores
del tambaleante ataúd que al final terminó cayéndose. Me botaron del lugar y mi
abuelo me esperó con la correa en la puerta.
-¡La nieta del
“loco” Vitoco se ha querido matar! -Gritaban las vendedoras de rosas-. ¡Ahora
la suenan!
Me correteaba por
cuadras pero mi abuelo ya estaba un poco mayor. Yo ya había aprendido a
escaparme de sus arrebatos. Volvía a casa y me encerraba tres días escuchando a
Dylan, leyendo Yonqui y mirando películas de polvos azules. Luego veía las estrellas desde mi ventana
abarrotada que da al cementerio.
Los días de
muertos, como hoy que me quiero morir, llegan familias al cementerio que comen
y compran en mi bodega, que también se llama El Ángel, por Adrián y también por
el cementerio. La gente lo que más compra son flores. Yo soy alérgica a las
flores y también a trabajar. Me gritan que salga de mi cuarto a la bodega para
atender, pero me da vergüenza ya que muchos chicos me miran desde niña y bajan
a pedir fiado porque los mandan sus viejas y mi vieja odia que le pidan. Si me
ven, se siguen de largo los muchachos. Hay uno que su vieja debe como tres
meses de abarrotes, pero es el más guapo. Cuando salgo a fumar, mi vieja me
mira desde la reja de la tienda y me amenaza con poner el candado. Me siento
aquí donde estoy ahora, al lado del poste sobre el pequeño jardín donde nada
crece, negándome a volver a dormir en esa casa maldita, y me prendo cinco
cigarros pensando en la forma menos dolorosa de morir. De no volver a entrar a
casa.
La muerte la
sobrellevas con trago. Mi primera borrachera fue también a los nueve y fue cuando
murió la “Chilindrina”. Estaba tan triste que tomé un poco de pisco del anaquel
de la sala. Era una perrita pequinés que lo seguía a mi abuelo por todos lados.
Dormía a sus pies y durante las tardes lo acompañaba en el jardín. Para llegar
al jardín había que abrir una puerta movediza de esas que uno empuja y se abren
y luego vuelven a su lugar. La puerta pesaba y mi abuela la empujaba cada vez
menos.
Una vez, mi abuela
caminaba hacia el jardín y a la chilindrina se le cerró la puerta en la cara, y
se le escapó un ojo.
El ojo quedó afuera
medio salido como un mostro y la Chili comenzó a chillar tan fuerte que luego
yo me puse a chillar y mi abuelo fue por una cuchara para tratar de ponérselo
de nuevo. Pero la “Chilindrina” no se dejó agarrar y corrió desesperada por el
jardín hasta que sus alaridos fueron cada vez menores.
Todo el barrio se
había juntado en la puerta de mi casa. Llegaron de la perrera, hablaron con mi
vieja y el abuelo y quedaron en sacrificarla.
Mientras preparaban
la inyección, un grupo de vecinos fueron a pedirle al abuelo que no la dejara
morir a la perrita, que ellos estaban dispuestos a pagar una operación entre
todos.
-Va quedar como
Broncano, el perrito de los Higuera que se peleó con un gato.
Antes de la
operación se llamaba Chuqui, pero la cosida lo hizo parecerse al boxeador
Broncano. El veterinario dijo que no habría problema en salvarle la vida a la
“Chilindrina”, pero costaba tres mil soles. El abuelo prefirió el sacrificio.
Las señoras
respetaron sus palabras porque ya conocían su mal carácter. Qué se le va hacer,
dijeron. Pobre perrita.
Apenas le pusieron
la inyección, la “Chilindrina”, en frente de todo el vecindario y en frente mío
y de mi hermano y mi vieja y la basura de mi abuelo, caminó unos pasitos y
luego se cayó de costadito, como cuando se acurrucaba para meterse en el sueño
de mi cama. Hizo bicicleta y estiró la pata derecha. Apenas terminó de moverse
el vecindario se puso a rezar el rosario mientras lloraban. El cuerpo lo
metieron en una bolsa negra y lo comenzaron a rezar en medio del parque.
Por la noche,
mientras mi abuelo hacía el hueco con el jardinero para enterrar a la
“Chilindrina”, me robé una chata de pisco que había en la cocina y me la tomé
en mi cuarto.
No voy a volver a
darle un beso a mi vieja. No volveré a dar besos a nadie. Me joden las uñas,
los cosméticos y las mujeres que los usan. Me llaman para salir a bailar, me
florean que van a ir varias amigas. Confirmada la Putis, la rubia con su
plata, confirmada la zorra Estefanía la de los ojos bamba, confirmada Pamela “chu”.
Falto yo: Ma-María o María Marimba. Yo prefiero María Jose y punto porque eso
de mamona me trae malos recuerdos. Desde la fiesta de Pre me siguen jodiendo. Y
los más estúpidos se me acercaban pensando que yo quería chupársela a
cualquiera que me lo pidiera. Podría tener tres pingas en mi boca y de las tres
sacaría sorpresas. Eso le dije en joda a una amiga que demostró que la amistad
vale muy poco. Y se lo contó a todo mundo, entonces me llamaban, me siguen
llamando, para salir al cine. ¿Para qué? ¿Qué la película es buena? ¿Que usted
sabe de cine? A ver, entonces ¿mejor vamos a Polvos Azules? Yo prefiero que me
digas María Vainilla. O llámame como quieras, mejor si no me llamas. Chau.
Nunca le había
atracado nada a nadie hasta los dieciséis. Sólo había tenido un enamorado y tuvimos sexo una sola vez. Quedé
dormida y aprovechó el momento. No sentí nada. Sí se la he chupado y corrido varias
veces a muchas personas. Pero nada de sexo sexo, salvo esa vez, que no recuerdo
lo que pasó. Anduve semanas preocupada por saber si me vendría la regla. Pero
la libré, para ese entonces el chico huyó de mí. Se dio cuenta que yo no le iba
servir de mucho, que le iba traer problemas. Porque tuvo que traerme a casa
cargada. Mi abuelo llamó al tío Bebe, que vive en azotea con sus perros, y casi
lo matan a mi enamorado. Nunca más quiso volver a verme. Si nos cruzábamos en la Pre, no me saludaba. Como
quería estudiar ingeniería, no me volvió a ver porque yo me fui para
comunicaciones.
Yo quería ser una
doña nadie pero en mi casa exigieron que estudie. A mitad del primer semestre
le dije a mi vieja que no me gustaba la carrera, ella le consultó a mi abuelo y
mi abuelo mandó a decir que me vaya a mierda, que si volvía a decir eso me
encerraría en mi cuarto y que me metería esos barrotes de cárcel que hay en mi
ventana por yo sé dónde. Todo lo que diga mi abuelo me repugna.
Así me puse a
estudiar hasta tercer semestre que mi vieja volvió a salir embarazada. Su novio
era un viejo asqueroso que andaba pegado a la coca y trabajaba cerca de la
universidad, él me dio la noticia esa vez, habló con el coordinador académico y
me mandaron a llamar: ha venido un familiar a hablar contigo, me dijo el
profesor.
Cuando llegué y lo
vi, le reclamé al profesor:
-¡Esta persona no
es mi familia!
Me pidió algo de
dinero, no tenía. Me jaló el pelo hasta tenerme en sus brazos y me dijo:
-Yo también seré tu
papá y te daré un hermanito.
Me solté con fuerza
y le escupí y le volví a mentar la madre. El coordinador llegó a salvarme.
Llegaron mis amigas y entre todos lo botamos de la facultad a patadas. Recuerdo
que era finales del semestre y la única forma de olvidar ese tipo de molestias
era con trago hasta borrar cinta. Nos invitaron a una fiesta en casa de
Droguerto. Había ron, cerveza, red bull, güisqui, vino y vodka mezclado en un
balde.
Me dieron de tomar
mucho, o fui yo quien quiso hacerlo, no me acuerdo. No interesa. Pero sí me
acuerdo que me gustaba una chica del salón de clase. Ella también había ido con
un chico y nos cruzamos en el baño, entramos juntas. Tú primero, me dijo. Me
bajé el jean y ella se me acercó. Nunca me había toqueteado con nadie, solo
besos en el colegio. Pero ella se mandó a meterme sus dedos mientras me comía
el cuello.
Nos quedamos
cuarenta minutos hasta que apagaron el equipo de música para averiguar qué
pasaba ahí adentro. Cuando salimos, su novio me quiso sacar la mugre y terminó
pegándole a Cielo y dejándola sola. Entonces me quedé a dormir en la casa de
Droguerto. Amanecí sin una media y me resfrié.
Ella se emborrachó
más y se la terminaron tirando en el parque. Había muchos mal paridos que
apuntaban a escritores. Uno de ellos, el más malo quizás, contó todo lo de Cielo
en el parque durante la madrugada y lo tituló “La dama de los rosales”, apodo
que le marcó la vida a ella, y comenzó a venderlo en la fotocopiadora de la
universidad.
Cielo no volvió a
clases y al tiempo la atropellaron cerca de la universidad, cuando iba
justamente a matricularse, para retomar los cursos, para volver a tener una
vida decente, porque la había perdido a punta de vergüenza y literatura
morbosa. Varios muchachos se aprovecharon de su cuerpo inerte, borracho. Me
dolió tanto a mí como a ella. Le fui llevando las tareas a su casa, se ponía al
día y luego nos poníamos al día nosotras. Yo le hice lo que me enseñó mi abuelo
y le hice conocer su verdadero yo. Sentimos asco de aquella fiesta y dejamos
pasar dos semestres para que la gente vaya desapareciendo. Ella quedó un poco
coja de su accidente y un pequeño cierre en el muslo, pero las ganas de vivir
le volvieron.
Cielo me acompañó a
que mi mamá abortara en Plaza Italia. El médico era un chino con treinta y
siete años de experiencia, ya la conocía a mi vieja, de tiempo.
-Tú naciste antes
que Adrián -me dijo-. Si yo casi… bueno, yo a ti te conozco desde chiquita.
Así como tú, vienen
por lo menos diez, a diario. Jovencitas, buenamozas, bellas. Se les pasa, pues,
es la edad de la calentura. Entonces vienen y yo les ayudo. Si quieren ayuda
sicológica, mi esposa está en el otro consultorio, se llama Isidora Kon.
El doctor Kon le
dijo a mi vieja que tenía que descansar tres días, así que la dejamos a mi
vieja en casa y nos fuimos de juerga al Palacio. Le pusimos agua, algodón,
alcohol y una tira de somníferos en la mesa de noche para que duerma junto con
Adrián.
Brindamos hasta
babear. Nos fuimos a bailar y amanecimos en un hotel barato, entrelazadas como
dos hermanitos. Nos declaramos amor y juntamos nuestros cuerpos como siameses.
Una vez pasamos una
noche en la habitación de unos gringos que nos invitaron cena, nos manosearon un
poco pero los gringos buscaban pirañitas, eran homosexuales drogadictos que
poco o nada les interesaba nuestra inocencia. Dormimos bien y Cielo les
consiguió merca.
Al siguiente día
conocimos unos españoles muy simpáticos. Como eran cuatro tuvimos que llamar
refuerzos. Vino Pamela “Chu”. Brindamos diecisiete horas seguidas y amanecimos
desnudas y amarradas de manos sobre la alfombra de una habitación del hotel
Bolívar. Nos dieron almuerzo y cien dólares a cada una que nos duró para seguir
festejando. Nos fuimos a comprar ropa a La Unión. Ella elegía lo mío y yo
lo de ella, ambas éramos una sola persona con personalidad. Nos metimos juntas
al mismo probador y nos terminaron botando del local cuando nos descubrieron
desvestidas a punta de mordiscos.
Fuimos a la tienda
del frente y gastamos todo. Salíamos caminando por La Unión con nuestras bolsas cuando
vimos pasar una señora embarazada que se nos quedó mirando un poco asustada por
la forma tan gritona que teníamos para hablar.
-¿Me estás mirando
a mí, muerta de hambre? –Le preguntó Cielo buscándole bronca. La señora era
joven y llevaba un overol que le reventaba por la panza-. ¿Te crees superior
por lo que llevas encima?
La señora caminó
dos pasos pidiendo disculpas y cuando sintió que Cielo había volteado a
perseguirla aceleró el paso. Apenas tropezó la señora, antes de caer, recibió
de Cielo un lapo en la cabeza y luego un rodillazo en la panza.
-¡Conchetumadre
ojalá pierdas esa basura que llevas ahí! –Le grito.
Muchas personas
intentaron agarrarnos, ¡abusivas! ¡Ladronas! ¡Perras abusivas!, gritaban e
intentaban agredirnos. Tuvimos que salir corriendo antes que nos cuelguen. Paré
un taxi y subí. Luego subió Cielo. Las ventanas del carro tamboreaban de palmas
de mano. ¡Bajen, cobardes! ¡Perras abusivas!
El carro comenzó a
andar y un policía se puso en frente nuestro. Pero vio que una señora pedía
auxilio al otro lado de La Unión,
sangraba tendida en el piso. Llevaba overol y aparentaba estar en estado, mi
comandante. Y nos dejó pasar para atender a la señora. Algunas personas
corretearon el taxi pero llegamos a fugar.
-¡Gorda de mierda!
–Dijo Cielo mientras prendía un cigarrillo en el taxi-. Se veía tan ridícula
con su fracaso en la barriga. Y ese overol… parecía un uniforme de presidiario…
-Y su barriga sería
el número de reo –rematé. Entonces nos cagamos de risa.
-Cada embaraza
carga una sentencia en el vientre –nos dijo el taxista tirando la reflexión.
-Sí, señor. Y cada
una lleva un número de serie. Un código de desdichada.
La muerte siempre
fue mi vecina. Mi abuelo le compró la casa a una amante que tenía, antes de
morir, se la cedió. Me acostumbré a escuchar sollozos durante la madrugada. Siempre
que abría mi ventana, desde siempre, había gente enterrando algún muerto. Los
fines de semana, despertaba con las comparsas familiares que tomaban cerveza
hasta el atardecer, bailaban huaynos y disparaban al aire.
Cielo conoció mi
cuarto y ahí comenzamos a dibujarnos con crayolas y plumones. Comenzamos usando
blocks de cartulinas y cuando se nos acabó el papel ocupamos las paredes. Mi
cuarto, que hasta ese entonces se decoraba de posters de rock, comenzaron a
cambiarse por marcianos multicolores, hadas satánicas, unicornios delirantes.
Expresión, arte y amor. Cada semana descubríamos un color nuevo y lo celebrábamos
con lengua.
Mi mamá la dejaba
quedarse a dormir porque Cielo se había quedado cojita del accidente y
aparentaba ser una muchacha buena gente, hasta que nos encontró revolcadas de
amor. Cielo me estaba haciendo una “sopa”, entre mis piernas ella movía la
cabeza de arriba abajo, con fuerza iba lamiendo y jalando con sus dientes mis
pelos.
La botó de la casa
y a mi me encerraron en un hospital, no terminé el semestre de universidad. El
doctor dijo que era anémica y sufría de depresión. Me tuvieron dos meses a
punta de pastillas y una dieta asquerosa. No engordé, tampoco mejoré mi
tristeza. Se me comenzó a caer el pelo y las palmas de mis manos se pusieron amarillas.
Ahí conocí a mi
primer enamorado, el “firme”. Estaba ya trece meses y la terapia no lo
recuperaba. Por las mañanas tomaba litio junto a su té de sábila. Luego le
inyectaban un cóctel de sedantes. Aún así seguía despierto.
Conversar con
alguien soñoliento era divertido. Te hablaba con la verdad. Me gustaron sus
pies, siempre andaba en sandalias y se podían ver los tatuajes del tobillo. Me
enseñó sus poemas y yo lo dibujé en carboncillo. Era sambito, con su pelo como
si fuera choclo. Le arrancaba sonrisas cada vez que le entregaba una
caricatura.
Como vieron que nos
conectamos de inmediato, los doctores me cambiaron de pabellón. Aún así nos
encontrábamos en la cancha de fútbol pasada la medianoche y nos tirábamos en el
gras. Aunque andaba en pijama todo el día, por las noches se ponía su casaca de
jean, llena de parches de grupos punks que a mí me gustan. Me la hacía poner y,
a pesar que me quedaba grande, era cómoda.
Me habrá contado
miles de historias de las cuales ya no sabía qué era verdad y qué mentira. Yo
miento poco, lo acepto. Pero Cisne era un remolino de historias increíbles.
Había vivido toda su vida con su madre y sus gatos. Ingresó a la Católica y conoció a una
chica hermosa que iba para Sociología. Se volvieron novios rápidamente y
paraban juntos todo el tiempo, veían películas de Won Kar Wai y Lars Von Trier,
tomaban pastillas con vino y luego se tocaban en el cuarto, encerrados,
ardiendo en inocencia.
Ambos conocieron el
sexo mirándose a los ojos, lamiéndose los pies y juraron vivir al límite de
todo. Comenzaron con la cocaína durante meses, luego comenzaron a cocinarla. Se
convirtieron en dementes ansiosos, desorbitados, mentalizados en destruirse.
Llegaban a clases muy
temprano, sacaban buenas notas y entregaban los trabajos a tiempo. A la salida,
se metían a hoteles de Magdalena donde fumaban interminables cigarrillos durante
horas de horas. Salían a la medianoche y en casa floreaban que venían de
estudiar. Pero sus altas notas en los promedios opacaban la miseria que
llevaban a cabo por las tardes.
Una mañana, Cisne y
su novia tenían que encontrarse en el paradero para ir a la universidad. Sólo
tenían la primera hora, así que entraban, firmaban asistencia y se iban a un
hostal. Él había pedido una propina a su abuela porque le faltaba para sacar
unas fotocopias. Su madre le dijo que intente no gastar tanto, que el dinero
que le mandaba su padre estaba medio ajustado. Él sólo pensaba en su novia y en
quedarse ahí tirados medio desnudos y hundidos en el pastel.
Ella salió de casa
y caminó fuera de la vereda porque nunca le gustaba caminar del lado de la
gente común. Iba a un lado de la pista cuando una combi la empotró contra una
pared de la esquina. Nadie la vio aventarse contra el carro, pero así lo consignaron
en el parte policial: suicidio.
Murió en plena
calle y Cisne la esperó hasta cinco minutos antes de que empiece la clase. Como
había faltado ya tantas veces y sólo quedaban dos semanas para los finales,
entró a la universidad y firmó por ella. Luego salió, se metió al hostal y le
dijo al cuartelero que si llegaba su novia, que pase de frente, que ya la estaba
esperando. En el camino compró pasta, dos cajetillas de cigarrillos y desde la
habitación comenzó a timbrarle a su novia. Ella nunca contestó.
Cisne pasó todo el
día metido en el hostal y volvió de madrugada a su casa. Su madre lo esperaba
con un policía. Él pensó que era un asunto de drogas y se puso nervioso, luego
se desmayó al enterarse que su novia ya estaba siendo velada.
Anduvo de luto casi
ocho meses, metido en el hostal, bebiendo en construcciones abandonadas con
gente de mal vivir, extrañando a su novia. Hasta que lo metieron al Hospital.
Pasó el verano dormido, pasó el otoño medio tarado. Conoció peores casos que el
suyo: asesinos, violadores y violadas. Violentados. Aturdidos por la guerra.
Mutilados. Todos fueron sus amigos y todos se apiadaron de él.
-Cisne, tú tienes
una bonita familia, no vuelvas al vicio. Por favor -le decían.
Cisne miraba
confundido. Nunca había estado tan drogado como cuando estuvo en terapia de
sueño, ni en las peores madrugadas de pasta. Volvía a estar con su novia. La
primera vez que la vio, esa misma tarde hicieron el amor. Fue el primer día de
clases de primer ciclo. Ella quería sociología. Él quería arte o cine o
literatura pero en verdad no quería nada. Se dejó crecer la barba apenas salió
del colegio católico. Usaba ojotas y lentes gruesos. Ella tenía una hermosa
figura y su pelo castaño. Oían música, fumaban marihuana en casa de su abuela y
veían películas mientras su mamá se juntaba con unas señoras del barrio para
pintar en lienzo. Venía una profesora a enseñarles a pintar y se divertían toda
la tarde escuchando radio Infelicidad.
La primera vez que
su novia las vio reunidas en el jardín, se quedó pegada a lo que hacía su mamá
junto con sus amigas, trazaba un dibujo de mujer, una joven de rizos. Entonces
su novia le dijo: Cisne, cuando tenga la edad de tu mamá, yo quiero ser como
ella. Cisne se enamoró inmediatamente y le juró amarla con un poco de sangre de
su muñeca. Ambos juntaros sus cortes y se prometieron no separarse nunca. Al
tiempo se compraron una gata y le pusieron Langostina, se convirtió en una
responsabilidad para ambos. Le daban de comer, la bañaban. Pero cuando el vicio
los comenzó a consumir, la gata se terminó perdiendo en la construcción a medio
terminar adonde llegaba Cisne para comprar pasta.
Langostina también
le decía Cisne a su novia cuando andaban metidos en la habitación mirando tv en
medio de largas jornadas de sexo. Ambos aprendían a amarse mutuamente, se
conocieron hasta lo más hondo. Él se quedó prendido de su pie, redondo, y le
puso “tamalito”. Entonces comenzó a escribirle poemas a sus pies y comenzó a
devorarlos como su dieta diaria. Los mordía, los chupaba dedo por dedo. Ella
descubrió que le gustaba el sexo oral y comenzó a volverlo macho. Lo hacían en
todos lados: los parques, la playa, en la arena, en las sombras y paraderos
desolados. En todos lados Langostina comenzó a satisfacer sus ganas de tocarlo.
Y él agarraba sus senos tan fuerte que salían gotas de leche y comenzaron a
ponerse paranoicos por el embarazo. Compraban un test cada semana y descartaban
sus angustias. No usaban condón porque no había nada más rico que sentirse
mutuamente. Ella siempre buscaba juntarse lo más cerca de él hasta sentir que
le penetraban un huequito que le hacía lagrimear.
Así fue como Cisne
me fue contando su vida, durante madrugadas que fumábamos infinidad de
cigarrillos e iba comprendiendo aquel dolor que le hacía recurrir a las drogas,
para intentar aliviar toda esa desgracia en la que había caído luego de la
muerte de Langostina. Nos contamos tantas cosas hasta que Cisne comenzó a
llamarme Langostina a mí. Y también comencé a chupársela en el Hospital, tal
cual me había contado como lo hacía su novia.
A Cisne le conté
todo lo que mi abuelo me hizo cuando era niña. Que me tocaba con la bicicleta
para excitarme y que lo que más quería en el mundo era tener pene y hacer feliz
a Cielo, a quien extrañaba mucho pero ya con Cisne me había vuelto el gusto por
los hombres. Me había dado cuenta que no había hecho el amor bien nunca.
La primera vez que
lo hice con Cisne, en el canchón, se comenzó a mover de adelante hacia atrás
contorsionándose y yo no supe qué hacer. Hasta ese día, como solo había tenido
sexo sin darme cuenta, jamás había sabido que había que moverse al ritmo de la
respiración. Pensaba aún que el sexo se hacía como los perros que se quedaban
prendidos durante unos minutos y luego se soltaban. Pero Cisne me enseñó a
moverme y a tocarlo. Le gustaba que lo masturbara con mis “pequeños tamalitos”.
Descubrí también lo
excitante que es que te chupen los pies, dedo por dedo, dejarme morder y luego
poner mis piernas sobre sus hombros y dejarme penetrar hasta que comenzaba a
derramar lágrimas. Entonces Cisne me decía: Langostina, nunca voy a dejarte. Tú
eres mi bromazepan.
Ambos fuimos dados
de alta al mismo tiempo. Cisne comenzó a bajar a mi casa, pero no le gustaba
mucho el cementerio. Lo asaltaron las primeras veces que fue a buscarme.
Entonces tuve que acompañarlo hasta el paradero e ir a recogerlo cuando venía.
En mi casa, el abuelo ni lo miraba, pero mi mamá sentía que era una buena
persona. Yo ya le había contado lo de su novia. No le conté lo de la pasta
aunque mi familia se dio cuenta rápidamente que Cisne consumía drogas, su
semblante lo delataba. Cara de pastrulo, decía el abuelo: mejor que no venga.
Comencé a ir a su
casa y nos internamos en su habitación. Conocí a su madre y le pedí ser
incluida en las clases de pintura. Llevé mis lienzos, me puse a dibujar hadas y
monstruos. La profesora me alentaba pero había algunas señoras que se
incomodaban con mis personajes tanto como a mí me incomodaba escuchar radio
Infelicidad. Creo que por esa música era que sacaba lo peor de mí en las
clases. Yo quise poner un cd de Joy Division pero se burlaron. Desde ahí, en
casa de Cisne me pusieron María Emo.
Una de las señoras
era evangelista, era de las más entusiastas del grupo. Pintaba bodegones y
algunos cuadros referidos al Señor. Mi señor es lo más bello que existe, decía
persignándose. Ella se me acercó y me dijo que según lo que yo pintaba,
denotaba fantasmas, miserias que cargaba de muy niña. Entonces me preguntó:
Mariíta, bonita niña, ¿tú haz sido violada de niña?
Yo solté mi lienzo
y tiré mi paleta al suelo. Renuncié al grupo y dejé de ir a la casa de Cisne
cuando había clases de pintura, o iba directo a la habitación de mi chico,
donde escuchábamos música y comenzábamos a curar nuestras carencias
siquiátricas con mucho amor y deseo. Le gustaba que se la chupe hasta tragarme
su semen, me atoraba y tosía por un buen rato hasta que subía su mamá y
preguntaba si todo estaba bien, y yo tenía que decir que sí con la boca cerrada.
-Cuando sea mayor,
si es que sigo viva, quisiera ser como tu mamá –le dije desnuda en su cama.
-Entonces, a partir
de ahora te nombro mi nueva mamá.
-Más que eso,
seremos como dos hermanitos.
Cumplimos un año,
Cisne me preparó un obsequio: diseñó un cuaderno lleno de poesía, con fotos
donde los dos sonreíamos como nunca sonreímos. Cortó pedazos de cuentos y los
fue pegando en hojitas que se iban desplegando. Yo le hice una torta de
vainilla y le puse en letras de azúcar “Como dos hermanitos”. Y juramos no
volver a la locura.