UN LIMEÑO es un ser único en su especie que llega al Cuzco con las justas de dinero por ese cuento que le dice el gobierno que hay que visitar “lo nuestro” y va y se mete a una peluquería típica y pide un corte de cuchilla tres mientras habla por su celular a la operadora de la Telefónica y dice –no sólo a la operadora, sino a toda persona que pasa y se da cuenta de la presencia del limeño hablando por su estúpido aparato- que cómo es posible que esté en Cuzco y su teléfono no reciba llamadas (a pesar de que nadie lo va llamar). Y cuelga después de diez minutos, tiempo gratuito en que ya está listo su corte de cuchilla tres y luego pide que afeiten creyendo que todo es baratito nomás en Cuzco y la barbera que no es ninguna cojuda, saca su hoja de gillet y le rasca la cara de una manera tan malévola que cualquier delincuente de La Victoria queda chico al punto que el pobre limeño empieza a poner cara de espanto al ver que su acné se vuelve un mar de sangre que ni la operadora de la Telefónica ni nadie lo curará mejor que una buena pasada de alcohol medicinal. Entonces termina la afeitada y pide también que le laven bien porque los pelos pequeños lo enronchan aunque la verdad es que no se piensa bañar hasta volver a Lima no solo porque el agua sea muy fría sino también porque aun no ha conseguido el hospedaje baratito que le habían contado donde podría dormir tranquilo y dedicarse a la farra que tanto le hablaron junto gringas con sida y colombianas pasadas de hongos.
Después de tanta atención el limeño entiende que es hora de pagar la cuenta pensando que ha hecho patria dándole trabajo a la gente provinciana que ya no parece tan simpática porque el limeño ha sacado sólo un par de monedas que no completan el servicio de afeitada y lavado de cabello con shampoo importado de Bolivia.
La gente del Cuzco ve el incidente pero pasa nomás porque sabe que los limeños llegan a diario a su ciudad y aun no hay reglamento que les impida creerse extranjeros en su propio país.
Cuzco, agosto de 2002.